Estoy en una relación estable y feliz desde hace 4 años. Estoy enamorada, me siento complementada y vivo con mi pareja, pero, contrario a lo que Disney me enseñó toda la vida, no me quiero casar. No me hace ilusión ni me imagino vestida de blanco caminando hacia el altar. Tampoco anhelo que mi novio se ponga de rodillas y me entregue un anillo de compromiso. Es más, creo que eso es algo que me daría hasta vergüenza.
Lo curioso es que en algún momento de mi vida pensé que sí quería casarme. Con varios novios llegué a fantasear sobre mi boda y alguna vez hice un tablero de Pinterest al respecto.
Con un ex incluso llegué tan lejos como hacer la lista de nuestros invitados. A fin de cuentas es lo que había visto en las películas, en mi familia, en mi círculo social. Era lo que se esperaba que pasara, el «fin último» de tener un noviazgo, «el día más feliz de mi vida»… Sin embargo, todo cambió cuando comencé a cuestionar los ritos que veía repetirse una y otra vez en cada boda a la que era invitada.
Cuestionando las tradiciones
Algunas de las razones por las que no me quiero casar son que me causa conflicto que el matrimonio esté fundamentado en la idea de permanecer con una misma persona toda la vida, además de estar rodeado de tradiciones que, en su origen, colocan a la mujer como un simple objeto de intercambio.
Toda la estructura tradicional de las bodas –hablando en específico de las católicas– está sustentada en una visión en la que el hombre es quien toma las decisiones, mientras que la mujer es sumisa.
Lo vemos, por ejemplo, en cosas como que el novio es quien «pide» a la novia; que la ceremonia solo la pueda oficiar un hombre; que el papá entregue a su hija en el altar como si cediera al yerno su «posesión», o que el esposo diga al entregar las arras «Recibe estas arras: son prenda del cuidado que tendré de que no falte lo necesario en nuestro hogar» y ella responda «Yo las recibo en señal del cuidado que tendré de que todo se aproveche en nuestro hogar».
Patriarcado puro y duro.
¿Y si no me caso?
Afortunadamente, con el tiempo me di cuenta de que las cosas se pueden hacer de otra manera. Empecé a conocer cada vez más a parejas maravillosas viviendo juntas –algunas con años de noviazgo y otras no tanto– que no sintieron la necesidad de que un sacerdote bendijera su unión o de seguir las tradiciones del deber–ser, y me di cuenta de que el amor no necesita estar condicionado por la religión o la ley para ser comprometido y duradero. Que un papel o fiesta no determina el «éxito» de una relación.
Al fin dejé de sentirme culpable por no querer el vestido blanco, las damas, el ramo de rosas y el pastel con muñequitos en la parte superior.
No me quiero casar
Cuando le dices a alguien que no quieres casarte suele haber dos tipos de reacciones, a los que les da completamente igual y los que sienten la necesidad de convencerte de que el matrimonio es lo mejor que puedes hacer con tu vida.
“Le da solidez a tu relación”, “Seguro no has encontrado a la persona correcta”, “Cuando quieras tener hijos vas a pensar completamente diferente” son algunos de sus argumentos, y aunque sé que hay muchas formas alternativas de celebrar una boda sin el elemento religioso, sigo sin verlo como algo en mi lista de cosas por hacer, principalmente porque todavía tengo muchas preguntas con respecto a las relaciones de pareja y la monogamia.
No tengo todas las respuestas, pero al menos me gusta tener que cuestionarlo y descubrirlo, en vez de tenerlo como un chip insertado en la cabeza.
¿Un matrimonio a la medida?
He pensado que si algún día llego a casarme, quizá lo haría por la parte legal y estrictamente por los beneficios y responsabilidades que conlleva el construir tu vida junto a otra persona, pero poniendo sobre la mesa que ese contrato es soluble, que las personas y sus sentimientos cambian y que el que una relación no dure para siempre no significa que fracasó, simplemente que cumplió su ciclo. Sé que no suena nada romántico, pero al final del día el matrimonio es eso, un convenio entre dos partes.
Afortunadamente, muchas personas vivimos hoy en un mundo en el que, junto con nuestra pareja, tenemos el privilegio de plantear las relaciones personales a nuestra medida, y con base en ello tomar la decisión que consideremos que va mejor con nuestros ideales y estilo de vida.
Para mí, por lo pronto, una relación feliz es una en la que no haya boda.