La forma en la que concebimos las relaciones románticas se forja a través del tiempo y la influencia de varios factores. Por ejemplo, la relación de nuestros padres, la sociedad que nos rodea, la religión con la que nos educan, la época en la que vivimos y las películas que vemos.
Yo, como muchas otras personas, crecí creyendo esta idea de que el amor “verdadero” es para siempre, que sucede como por arte de magia y una vez que encuentras a tu media naranja nada podrá separarlos. Ese amor romántico que vemos en The Notebook o las películas de Disney; que es difícil, pero que supera todos los obstáculos; que resiste; que se aferra, en el que dos personas son una, en la que hay frases como «me muero sin ti», «te amaré por siempre» o «eres mi vida». El amor romántico es el que cree que sólo hay una sola persona en el mundo perfecta para ti, con la que vas a tener hijos y finalmente llegar a la vejez.
Obviamente, la realidad no se tardó en darme no una, sino varias bofetadas. Primero con el divorcio de mis padres cuando tenía unos 12 años. Después, a los 14 con mi primera rotura de corazón… y luego a los 16 con la segunda. Fueron momentos en los que sentía que el corazón genuinamente me dolía, me sentía perdida y que jamás podría encontrar el amor de nuevo o que seguramente era una prueba que en un futuro debíamos de superar.
Sí, ya sé, qué oso…
Afortunadamente los años pasaron y mi mente poco a poco se liberó de tantas inseguridades y dependencias emocionales. Con cada noviazgo que terminaba descubría que no sólo no me había muerto por desamor, sino que cada nueva relación era más honesta y madura que la anterior. Me ayudaba a encontrarme y crecer como persona, pero sin sacrificar mi esencia ni fusionarla con la de alguien más.
A base de romper con ciertas creencias y ser más sincera conmigo misma he logrado dejar de lado ese concepto del amor romántico idealizado para dar lugar a relaciones de pareja mucho más satisfactorias y felices, que –ojo– no por no ser una versión del amor Hollywoodense significa que no estén llenas de arrumacos y cursilería. Lo hay y mucho, pero al menos no existe un sentido de posesión, celos o miedo existencial a que la relación termine.
Estas son las 5 grandes lecciones que he aprendido desde que dejé de basar mis relaciones en el amor romántico.
1. No necesito a nadie más para ser feliz
Eso de la media naranja es una falacia, porque ni estoy incompleta ni nadie va a llegar a salvarme. Sí, por supuesto que es increíble compartir tu vida con alguien y sentirte acompañada, pero nuestra felicidad no puede depender de ello.
Platicando al respecto con personas de diversas edades y situaciones sentimentales (solteras, casadas, divorciadas, etc) descubrí que la idea que tenemos de que una persona no puede ser genuinamente feliz si no está en una relación no es regla general, y que hay muchas formas de construir conexiones íntimas y profundas con personas con las que no necesariamente tenemos algo romántico o sexual.
2. Soy un individuo en una relación
Tras más de tres años de relación e incluso viviendo juntos, mi actual pareja y yo no nos hemos fusionado en “uno solo”, como muchas veces pensé que debía ser. No somos una especie de ente indivisible, sino más bien un equipo. La suma de 1+1, que lo mismo funciona de manera independiente y autónoma.
Nos amamos, pero somos conscientes de que también necesitamos nuestros momentos a solas, nuestros secretos y espacios personales. Por eso procuramos tener algunas salidas o viajes solos o cada quien con sus amigos, así como respetar nuestros celulares o computadoras. Son límites sanos que nos permiten conservar nuestra individualidad en una vida compartida.
3. Nadie me pertenece y yo no le pertenezco a nadie
No podemos retener a nadie contra su voluntad ni esperar que una sola persona cumpla y se acomode a nuestras expectativas para toda la vida. Cuando entiendes eso, los celos prácticamente desaparecen, pues depositas tu confianza en que la persona con la que estás tendrá la honestidad suficiente para decirte si en algún momento dado ya no quiere seguir contigo.
Somos individuos que están en constante evolución y a veces nuestras nuevas facetas se desajustan tanto de las personas que están a nuestro lado, que es válido decir adiós y seguir adelante. Antes que un compromiso con cualquier persona, lo tenemos con nosotros mismos.
4. El fin único de una relación no es el matrimonio.
He escuchado a varixs amigues decir que no quieren “perder el tiempo” en una relación con alguien que no quiera casarse. Y está bien, cada quien tiene sus metas en la vida y eso es muy respetable, pero personalmente me parece una carga sumamente pesada para ponerle a una relación que muchas veces ni siquiera ha comenzado.
Mi pareja y yo hemos optado por hablar de manera periódica sobre cuáles son nuestras opiniones sobre el matrimonio y de momento ninguno de los dos está interesado en ello, pero no por eso sentimos que estar juntos sea una mala inversión.
Creemos que el imperativo para estar juntos no recae en la promesa de un «para siempre», sino en la felicidad que compartimos hoy y ahora.
5. No existe solo una persona con la que seamos compatibles
Es cierto que hay muchísimos ejemplos de personas que se conocen y están juntas, enamoradas y felices toda la vida. ¡Eso es maravilloso! Pero no tiene-que-ser-así para todos. La gente se enamora y desenamora en muchísimas etapas distintas de la vida y es perfectamente válido, somos seres cíclicos.
Lo que dicen de que “el mar está lleno de peces” es cierto y es MUY probable que seamos perfectamente compatibles con muchas personas. Hay momentos en los que podemos elegir estar con una en específico o bien abrirnos a nuevas oportunidades.