«Padre, me masturbé»: el placer sigue siendo pecado

En medio del avance de posturas conservadoras en el mundo, la periodista Carmen Escobar trae a la mesa de discusión, a través de su experiencia, lo problemático que es que la masturbación, el placer con une misme, sea un pecado.

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Muy poco ha cambiado desde la última vez que vine a una iglesia a confesar el mismo pecado. Tiene el mismo olor a incienso; las vírgenes puras y castas en las paredes; a Cristo nadie lo ha bajado de la cruz. Incluso la banca en la que me siento sigue siendo la misma. Los pecados que aquí se dicen seguramente son muy parecidos al que yo venía a confesar hace años: «Padre, me masturbé”. Para la iglesia católica la masturbación sigue siendo un pecado.

Desde los 6 hasta los 15 años fui parte de grupos juveniles en la iglesia. Estos son muy comunes en El Salvador, país en el que nací, crecí y vivo. Los primeros años me enseñaron sobre un Jesús muy bueno, casi de caricatura. Alguien que tenía un amor infinito, multiplicaba pescados para todos y separaba el mar. En esa época, el concepto de pecado era sencillo y se representaba en cosas como no mentir o no hacerle caso a mi mamá. Pero a mis 12 años es palabra adquirió complejidad.

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Cuando inicié la catequesis, me dieron una lista de pecados. Ahí estaban los capitales, los de los mandamientos, los veniales, los mortales… Para mí todos tenían el mismo fin: el infierno.

Entre tantas reglas hubo una que se quedó en mi cabeza y me atormentaba día y noche: “no cometerás actos impuros”. Me lo enseñó una señora de 60 años que se basaba en catequismo de la iglesia católica, un documento que recopila la doctrina moral bajo la que se rige la iglesia. La masturbación se incluye entre las ofensas a la castidad como un “acto intrínseca y gravemente desordenado”.

Ella nos dio a entender, de una manera bastante pudorosa, cómo cualquier acto del abanico sexual, desde la masturbación hasta el sexo y toda la creatividad que lleva de por medio, era pecado. Yo a esa edad apenas había dado mi primer beso. Pero sí comenzaba a hacer otras cosas en la privacidad de mi cuarto.

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En la siguiente clase, la catequista me metió en un gran problema al decirme que uno puede pecar de más formas: de pensamiento, palabra, obra y omisión. Ahora ya no era únicamente lo que hacía, sino ¡TAMBIÉN LO QUE PENSABA! Pero me dio también una salida: la confesión.

Si yo estaba lo suficientemente arrepentida podía irme a sentar sola en un cuartito de madera con un señor, casi siempre anciano, para decirle en mis años de pre y adolescencia que tenía deseos sexuales que culminaron en un acto que dicen que es pecado.

La señora que nos daba catequesis en unos salones de clase contiguos a la basílica fue muy clara: “cuando alguien muere y no se confiesa, va a ir al purgatorio” y para mí todo lo que no fuera el cielo era el infierno, entonces yo hacía todo lo posible para no morirme hasta el domingo. Esto suena sencillo, pero la que está escribiendo este texto vive en El Salvador, un país que por años se disputó ser el más violento del mundo, donde la muerte era un
tema cotidiano. Los días previos a mi confesión, con el anciano del cuartito, tenía un estrés grandísimo. Porque si me había masturbado un jueves, tenía que mantenerme viva por tres días.

La verdad es que sí estaba arrepentida. No por el acto, sino por la consecuencia: “el infierno”. A mí me dibujaron el infierno como un lugar caliente, rodeado de fuego infinito y azufre. En el que si no sos bueno ardés por siempre y te castigan haciendo cosas que no te gustan, como hacer planas de caligrafía para toda la eternidad.

Ese secreto fue la cruz que cargué durante todo el tiempo que fui parte de la iglesia. Me aterrorizaba. Desde los 12 hasta los 18 años, en mi pleno desarrollo, le confesé por años a un señor en una cabina cerrada con vergüenza y vulnerabilidad todas las cosas que hice y las que pensé.

El colegio en el que estudié era laico. Pero rezábamos todas las mañanas. Teníamos misa en las celebraciones especiales y opcionalmente nos daban clases de religión. Es normal si pensamos que El Salvador es un país en el que 38% de la población es católica y el otro 38% es evangélica. Acá la Asamblea Legislativa, que también es laica, tiene un rótulo en el pleno que reza “Puesta nuestra fe en Dios”, y a nadie le espanta.

Mis amigas del colegio y yo crecimos en un ambiente en el que se separan a las niñas bien del resto del mundo y JAMÁS debíamos estar relacionadas con cualquier comportamiento cercano a lo lascivo por no ser propio de señoritas. El sexo y la masturbación eran cosas que solo se le aceptaban a los hombres.

Más de alguna vez, en esas pláticas en las que las hormonas comienzan a brotar, uno que otro compañero nos preguntaba en secreto si nos masturbábamos. La respuesta siempre fue la misma: un “NO” ofendido y avergonzado. Yo, obviamente, mentía. Para este texto les escribí a mis amigas para preguntarles si ellas también lo hacían y la respuesta de todas fue una versión de esto: “Sí. Lo hacía y sentía mucha culpa. Jamás lo hubiera dicho en voz alta”.

Nos graduamos todas de blanco. Un par de amigas se casaron y se casarán también de blanco. Algunas mantienen la vergüenza y la incomodidad que les produce hablar de sexo en público. Otras, lo hemos asumido de una manera un tanto más liberal. Pero estoy segura que algunas aún siguen llegando a ese banquito a decir con vergüenza: padre, tuve sexo; padre, me masturbé. Me atrevería a decir que sus hijas llegarán a la misma banca y en la misma cabina dirán a un señor con la misma vergüenza y vulnerabilidad: Padre, me masturbé.


Voy de camino a la iglesia y, sorpresivamente, estoy nerviosa. Tengo cinco años de no ir a una iglesia por voluntad propia y voy pensando en qué decir. Enlistando mis pecados, mis pecados impuros. Pienso en lo que me va a decir el padre, ¿y si me regaña?, ¿si me echa de la iglesia?, ¿se puede echar a alguien de una iglesia por sus pecados?

Voy preparándome como una se prepara ante su verdugo. Ya que nos estamos confesando, debo de confesar que yo sí creo en Dios. No soy católica, pero sí creo que existe algo, no pienso mucho en qué porque no creo que valga la pena rodear tanto una pregunta para la que no tendré respuesta. Pero solo espero que si ese algo existe, tomé este texto con sentido humor y no con fuego eterno o planas de caligrafía.

Entró a la basílica y veo que muy poco ha cambiado desde la última vez que vine a este lugar. La iglesia tiene el mismo olor a incienso, las vírgenes puras, castas. Cristo sigue eternamente colgado, sufriendo. Me siento en la banca y con los mismos nervios que tuve en aquella inocente adolescencia. Le cuento: “Padre, me masturbé”.

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