En el Metro de CDMX se reflejan muchos problemas sociales y económicos de la ciudad. Desde la geografía feminista, una mujer reflexiona sobre todo lo que queda por hacer.
Por: Ma. Fernanda Muñoz Olguín
Comencé a viajar sola en transporte público cuando inicié mi educación superior, a los 17 años. La universidad que elegí se encuentra en la Alcaldía de Coyoacán, al sur de la Ciudad de México, muy cerquita de Galerías Coapa.
En ese entonces vivía en la Alcaldía Azcapotzalco, al norte de la ciudad. Para llegar a la escuela tenía que tomar un camión que me llevara a la estación del Metro, recorrer casi toda la línea y tomar otro camión. En total, hacía un viaje de dos horas de ida y otras dos de regreso, cinco días a la semana, aproximadamente.
Desafortunadamente, mi caso es común en la Ciudad de México. El tiempo que las personas pasan en el transporte público es de una hora y media en promedio, según la Encuesta Origen Destino (2017). Además, estos recorridos incluyen, por lo menos, dos medios de transporte.
La falta de oportunidades laborales y la poca oferta educativa obliga a las personas de los municipios conurbados a realizar viajes larguísimos para poder estudiar o trabajar, pasando largas horas fuera de sus hogares, a donde muchas veces solo llegan a dormir.
La geografía feminista o las mujeres y las ciudades
Esto me llevó a preguntarme por las experiencias sobre los viajes cotidianos, sobre todo en el Metro de la Ciudad de México, y mi acercamiento al feminismo me ayudó a delimitarlo tomando como centro la experiencia de las mujeres.
Así descubrí que geógrafas feministas como Linda McDowell y Ana Sabaté plantean que históricamente las mujeres no habían sido tomadas en cuenta para la creación de las ciudades y la planificación urbana. Es por eso que no están pensadas para las necesidades de las mujeres, ni de otros grupos como niños y niñas, personas con discapacidades o de la tercera edad. Más bien, las ciudades están planeadas desde una mirada masculina joven, blanca, heterosexual y sin discapacidades.
El Metro es un ejemplo de cómo se configura la vida en la ciudad a partir de prácticas cotidianas, como los traslados que se hacen diariamente para llegar al trabajo o a la escuela, principalmente. Pero no se trata solo de ir de un punto a otro, sino de las interacciones sociales que se dan durante esos viajes.
Desde su creación, el Sistema de Transporte Colectivo Metro (STCM), ha sido considerado un símbolo de la Ciudad de México. Transporta a miles de personas al día en sus 12 líneas y 195 estaciones. Tiene 44 estaciones de correspondencia (más conocidos como transbordos) que conectan con otras líneas, lo que permite desplazamientos largos. A diferencia de otros medios de transporte, el Metro conecta varios puntos de la ciudad y a un costo bajo.
El diseño y la inclusión
Tomando en cuenta lo que plantean las geógrafas feministas, el diseño es importante para transitar los espacios. En el caso del Metro, por ejemplo, los vagones están pensados para que los hombres con estatura promedio puedan asir y mantener el equilibrio, pero las mujeres de estatura promedio no los alcanzamos, lo que provoca que tengamos que buscar otros lugares para acomodarnos o realizar el doble de esfuerzo para no caernos.
Para utilizar el Metro, la mayoría de las mujeres planeamos nuestro viaje en relación con el tiempo que estaremos fuera de casa, eso implica la ropa que utilizaremos, ya sea por seguridad o por comodidad: si trabajamos en oficinas debemos llevar los tacones en una bolsa, la comida del día en otra; si eres comerciante, debes cargar con bolsas, carrito. También depende si estudias, cuidas a alguien más, si viajas con infantes o bebés.
El espacio, el vínculo entre lo público y lo privado
Durante el viaje es común observar mujeres realizando actividades que socialmente están vinculadas al hogar, como maquillarse, desayunar, dormir, leer, dar de desayunar a sus infantes y escuchar música. El tiempo que pasamos viajando es tan extenso que estas acciones de la vida cotidiana se trasladan del hogar al espacio público.
Ser conscientes del tiempo que pasamos en el Metro puede ayudarnos a entender su importancia en la vida cotidiana y reflexionar acerca de cómo se construyen interacciones sociales que, aunque efímeras, pueden convertirse en formas de organización colectiva para apropiarse de ese espacio.
Al utilizar con frecuencia este medio de transporte se va adquiriendo la experiencia necesaria para planear los viajes respecto al tiempo de traslado de un lugar a otro, así como tener en cuenta las dificultades que se puedan presentar en el camino y la agilidad para poder moverse entre la masa de gente que transita por ahí.
Cuando desarrollas las habilidades necesarias para viajar, te mueves en automático, sabes en qué parte del andén abren las puertas del vagón, en donde queda la salida más cercana a tu destino, incluso haces una rutina dentro del Metro tomando en cuenta el tiempo que harás de un lugar a otro.
El Metro: una relación amor-odio
Ahora que me mudé, busqué que mi casa estuviera cerca de alguna estación del Metro. ¿Por qué?, porque es el medio de transporte que más uso, no sólo porque no pueda comprar un coche, sino porque, para mí, viajar en transporte público es una opción para reducir contaminación y aprovechar los espacios públicos.
Creo firmemente que el transporte público puede ser una opción integral a la movilidad de esta ciudad que es un monstruo y que el coche no debería significar estatus económico y social, aunque en esta sociedad así sea.
El Metro también me abrió posibilidades de moverme a mi antojo, de conocer muchos lugares y saber sus conexiones con calles y avenidas, a partir de la conexión entre sus líneas. Pude experimentar autonomía en mis traslados y trazar varias rutas para llegar a un mismo lugar.
Me he enfrentado a acoso sexual, persecuciones, borrachos impertinentes y aun así me armo de valor para enfrentarme a esta ciudad transitándola como muchas y muchos: entre andenes y vagones del Metro.
Por eso me duele y me enoja que nos nieguen la dignidad de vivir, de transitar, de habitar. Nos hacen esperar, nos hacen vivir con servicios patéticos y asumir las responsabilidades como individuos: «Si ya sabes que el Metro siempre tiene fallas, levántate más temprano». Y así dormimos menos de ocho horas para levantarnos de madrugada y prepararnos para vivir en el transporte público y en los centros de trabajo, sin oportunidad de tener tiempo de calidad (lo que cada quien entienda por eso).
Un transporte verdaderamente inclusivo
Para tener un transporte inclusivo, primero se debe conocer y asumir la diversidad de las personas que lo utilizan para que así se propongan acciones integrales para que los viajes sean seguros y efectivos.
Seguramente, muchas personas elegirían no viajar en él si tuvieran otras opciones, y eso es una parte importante a considerar cuando hablamos del derecho a la movilidad, la cual no se reduce a los medios de transporte que utilizamos para trasladarnos de un lugar a otro, sino que involucra la apropiación de los espacios y de contar con opciones para elegir la más conveniente para nuestros traslados sin poner en riesgo nuestra integridad.
Sin embargo, el Metro seguirá siendo opción para miles por su historia en la ciudad y por su capacidad de conectar a quienes lo usan, dentro y fuera de sus instalaciones.
El Metro no solo es un transporte público: es lugar de encuentro, de intercambio, de las bandas que tocan en Metro Chabacano y de los bailes en Metro Tacuba. Es museo, cine, centro de exposiciones, tianguis, es lugar de nuestras historias más felices y tristes, es lugar de nostalgia, de recuerdos; es el centro de trabajo para mujeres que entregan sus productos en punto medio, de las y los vagoneros, de los músicos independientes, de magos, magas, raperas y poetas.