Tengo 26 años y uso brackets.
Es importante mencionar que mi relación con los dentistas nunca ha sido la más amena. NUNCA. Tuve la mala fortuna de que de niña jamás se me cayó un solo diente de leche y la única solución fue sacármelos… uno… por…uno.
Después de esa tragedia le siguieron otras, como que tengo algo llamado Agenesia Dental, que consiste en la falta de formación y desarrollo de uno o más dientes, así que de puberta tuvieron que ponerme brackets durante dos años, aunque sin mucho éxito.
El procedimiento parecía no terminar jamás y, rendida, preferí conformarme con una sonrisa a medias, con espacios visibles entre un diente y otro. Aprendí a vivir con eso con tal de no volver a pisar el consultorio de un ortodoncista un buen rato.
Una segunda oportunidad
Después de varios años de quejarme por no tener una dentadura tipo Hollywood –y tras haber superado el trauma de la infancia– decidí ponerle fin a esa larga batalla y fui a una consulta con un ortodoncista.
El dentista me explicó que mis dientes se estaban desgastando a causa de mi mordida y que tenía que ser corregido cuanto antes, ya que podría presentar mayores problemas a largo plazo.
Y ahí fue cuando los brackets y yo nos encontramos de nuevo…
Brackets en la vida adulta
Tener brackets no es tan inusual cuando eres adolescente, probablemente varias de tus amigas están pasando por el mismo proceso y hasta se ponen ligas de colores para celebrar la fecha festiva en turno, pero cuando eres adulta el sentimiento es muy diferente.
Personalmente, esos aparatos de metal sobre mis dientes me trajeron muchas inseguridades.
Nuevas inseguridades
Lo primero que hice al salir del ortodoncista fue ir corriendo a un espejo. Quería llorar. Me sentía fea. Sentía que mis días de puberta habían regresado.
Me sentía muy incomoda al hablar con personas, porque creía que lo único que veían eran mis brackets. Empecé a hablar menos, a limitar mis expresiones y a taparme la boca al reír.
Dejé de tomarme fotos en donde se viera mi sonrisa, y cuando salía prefería no comer nada que se pudiera atorar en los metales. También me causaba mucha inseguridad besar a mi novio de ese entonces, porque sentía que le daría asco sentir mis brackets.
Saber qué tendría que verme así durante al menos dos años me angustiaba mucho.
Acostumbrándome al cambio
Parecía extraño que una decisión que había tomado por salud me causara tanto conflicto, pero poco a poco comencé a ver cómo mis dientes se iban alineando, se iban cerrando espacios y empecé a emocionarme por el proceso. ¡Al fin había un cambio visible!
Sobre todo, me di cuenta de que mis prejuicios sobre los brackets eran más míos que de nadie. A la gente a mi alrededor en realidad no le importaban o no era algo que notaran. Algunos hasta me decían que me daban «onda».
El proceso sigue…
Los cambios en mi sonrisa me han ayudado a dejar de juzgar el proceso y simplemente vivirlo.
Por fin volví a ser la persona expresiva que siempre he sido. Decidí volver a comer todo lo que me gusta, besuquearme sin miedo alguno y tomarme fotos mostrando esos pequeños metales que me han estado acompañando durante un año. Al fin y al cabo todavía me faltan unos 10 meses más con ellos.
Estoy emocionada por ver el resultado final y hoy puedo decir que estoy muy orgullosa de haber tomado la decisión de tener la sonrisa que siempre he querido… ¡y por fin superar mi miedo al dentista!