*A petición de quien escribió el texto, guardamos su anonimato, pero compartimos su historia.
Me casé a los 28 años, con mi carrera de Médico Cirujano terminada, pedida de mano, vestido de novia etc. etc., niña de familia, todo lo que la sociedad pedía de mí. Hacía exactamente lo que los demás me decían que era correcto, siempre tratando de darle gusto para lograr aceptación.
Ahora era una señora y me habían enseñado que debía siempre estar al pendiente de mi marido y de lo que él dispusiera, pero nadie jamás se detuvo a pensar si en el fondo yo era feliz, si me sentía realizada o si en realidad hacia lo que quería (bueno, ni yo misma lo pensaba).
Con el paso de los años me fui dando cuenta de que yo no encajaba en ningún lado. Me casé con un militar al que tenía que seguir con todas mis cosas a donde fuera que lo mandaran. Así que empaqué y desempaqué mi casa varias veces, cada vez más lejos de mi familia y amigxs. Por el mismo motivo no podía ejercer mi carrera ni pude hacer mi especialidad porque él de alguna manera me convenció de que no debía salir de “nuestra casa”.
Quedar embarazada era algo que sí entraba en esos planes (y que también yo anhelaba), pero simplemente no sucedía.
Una visión diferente
Al estar en una vivienda de militares, comencé a observar la sumisión en la que vivían las demás esposas y, aunque era un poco mi caso, entendí que eso no era para mí. En el ambiente permeaba el maltrato psicológico y los malos tratos e insultos, lo cual no era para nada mi ilusión de un matrimonio. Aun así, yo quería tener un hijo. Así que a los 33 años, después de pagar tratamientos, lo logré.
Hasta entonces, casada y con la compañía de una pareja, había vivido sola. Estando embarazada, este bebé que aún no nacía me enseñó a sentirme acompañada. Pese a los dolores y las molestias que pueda representar esta etapa, la disfruté al máximo prácticamente sola. A mi esposo no le importaba. Lejos de dolerme, esto me enseñó a ser valiente y a aferrarme a lo que, por primera vez, realmente sí quería hacer.
Adiós a la esposa perfecta
Después de dos años de tratar de ser —como me lo habían enseñado— la esposa perfecta, me cansé de intentarlo.
Con un bebé en brazos y sin más ganas de aguantar ese matrimonio, a los 35 años decidí separarme y regresar a la ciudad donde viven mis padres. Pude haberme ido a su casa, pero elegí una donde pudiera ser yo misma, hacer y deshacer.
Mi mamá me ayudó a buscar una casita pequeña para mi bebé y para mí. Llegué sin nada más que nuestras cosas personales y la cuna de mi hijo. Todo se lo dejé a él, con tal de poder irme lo más pronto posible.
Empezar de cero… y mejor
A los 36 años vi una foto mía. Lucía muy aseñorada, con sobrepeso y, lo peor de todo, muy triste. En vísperas de la boda de mi primo, sin saberlo, comenzó mi transformación interna y externa. Yo no lo sabía, pero el 4 de agosto de 2014 volví a nacer, en ese entonces yo no estaba consciente de eso, pero ahora lo sé.
Para cada decisión de mi vida, solía pedir opiniones. Ahora, por primera vez, sin preguntar si estaba bien o no, tomé lo que creo que fue la decisión más importante de mi vida: me inscribí en un gimnasio. ¡Sí, un gimnasio! Algo que yo pensaba que era para gente superficial que tenía tiempo de sobra para irlo a perder ahí.
Me inscribí para sentirme más en forma en la boda, pero ahí comenzó todo. El gimnasio quedaba a escasa media cuadra del jardín de niños donde inscribí a mi hijo, y empecé a notar cómo mi carácter cambiaba. Siempre que salía de ahí, me sentía más contenta, más motivada, con ganas de hacer las cosas. Empecé a ser feliz haciendo lo que me daba la gana. A liberar endorfinas por todos lados.
Al principio me criticaron por aferrarme al ejercicio. Al igual que yo, el resto pensaba que era pérdida de tiempo y tuve que defender a capa y espada mi hora diaria para ir al gym. A la par, debía esforzarme más en el resto de mis actividades para dar tiempo suficiente a todo.
Liberar el potencial
Cerca de los 40, hay muchas mujeres (madres o no, casadas, separadas o divorciadas) que suelen olvidarse de cuidar su cuerpo y de aprender nuevas cosas. Yo fui de ese pensamiento, hasta que descubrí que tenía más potencial almacenado del que creía.
Así pues, además de mi trabajo como docente en un bachillerato y de ser madre de tiempo completo, terminé cuatro cursos universitarios y un diplomado. Era curioso, pero a pesar del esfuerzo y los desvelos, rejuvenecía y rejuvenecía cada día más. Cerca de los 40 hice mucho más de lo que me privé durante mis 30.
A la par, el padre de mi hijo empezó a molestarme y a decir calumnias perjudiciales acerca de mí, incluso me mandó vigilar con conocidos suyos. Eran cosas hirientes y no puedo decir que se me resbalaban. Costó trabajo, pero logré reunir coraje para que cada vez me importara menos lo que decían de mí. Y así empecé a valorarme y a ignorar las opiniones de los demás acerca de lo que hago o no con mi vida, de si debería o no tener más hijos y sobre todo de si era yo o no una buena madre y una buena mujer.
También comencé una Maestría en Salud Publica con el apoyo de mis padres, quienes cuidaban de mi hijo mientras yo asistía a clases. No lo había notado y me estaba volviendo súper poderosa e imparable. Conocí personas que me enseñaron a estudiar metafísica y a conocerme mejor a mí misma, a despertar mi conciencia y mi amor propio; aprendí a estar sola y a amar esa soledad, a disfrutar cada momento, a buscar lo positivo de cada cosa que me pasaba.
Pisar el cuarto escalón
Llegó mi cumpleaños número 40. Suele pasar que los años terminados en cero tienen mayor carga mística en la vida pese a que son un año más y solo eso. Hay quien los celebra en grande, pero también quien los sufre por igual.
En mi caso fue lo primero. Al cumplir 40 supe que por 39 años anduve perdida, divagando en la vida, tratando de encajar en el mundo de los demás dejando el mío a un lado. Ahora sé que lo más importante es encajar en mi mundo. Me levanté y aprendí a consentirme, a estar bien conmigo, a valorarme, a amarme, a darme gusto sin sentirme culpable. Si hago algo que no le gusta a los demás, eso será problema suyo, no mío. En cada cosa que emprendo doy lo mejor de mí. Con esta nueva condición, a mi hijo puedo educarlo con mucho más amor y paciencia porque estoy completa.
Y sí, ya me divorcié.
Llego a los 40 años con el alma llenita de felicidad, agradeciendo a la vida por todo el aprendizaje en este camino y por el que aún me espera. Suena cursi, pero ahora mi vida está llena de logros, de amor, de ese amor bonito que poco tiene que ver con una pareja, y sí mucho con quien soy y con mi hijo.
No necesito una persona que me complemente como muchos piensan. Yo ya estoy completa. Tal vez algún día decida compartir momentos de mi vida con alguien más, pero aún no es el momento, no tengo prisa. Por ahora me siento muy libre e inmensamente feliz, me amo y me acepto tal como soy. A mis 40, aunque algunas personas digan que está mal que yo lo diga, me siento y me veo mil veces mejor que cuando tenía 20, ¡¡¡Felices 40 a mí!!!