Diario de una machista fracasada

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Foto. Valentine Shavelle

Texto por Valentine Shavelle

En nuestra sociedad ser hombre es tan jodidamente privilegiado, que desde niña intenté (inconscientemente) ser uno. Mis padres, de hecho, hicieron todo para que lo fuera: procrearme en luna llena, masajes, tés, todo estaba listo para que naciera un varón.

No funcionó.

¿Cuál era la magia en ser hombre? ¿Por qué tanto esfuerzo en que lo fuera? Debía haber algo grande ahí.

Mi padre tenía un carácter fuerte, su autoridad era innegable. Se sentaba a la mesa y todas debíamos servirle (desde luego, en casa se comía lo que él tuviera de antojo). Debíamos sobarle los pies cuando lo pedía; bailar para él una coreografía que aún odio; bolear sus zapatos, llevarle a él y sus amigos una ronda de cervezas al grito de «¡OOOTRA!» y, después, ponerle a lado de la cama una cubeta, para que si le daban ganas de vomitar no tuviera que pararse.

“Mis órdenes no se discuten, se acatan”, era su frase por excelencia. En cambio, mi mamá, mis hermanas y yo pasábamos el tiempo haciendo de todo por cumplir sus deseos. ¡Ahí estaba la respuesta! “La magia de ser hombre”.

La magia de ser machista

Comencé a practicar la “magia” (o sea, el machismo) tan pronto como tuve un escenario propicio: la primaria.

–¡Siéntense!, ¡cállense!, ¡escriban!– si la maestra abandonaba el salón, yo tomaba el poder y nadie me desobedecía. A mi profesora le encantaba, me elogiaba por mi “don de mando”. Mi papá, desde luego, estaba muy orgulloso de mí. ¡Funcionaba!

En la secundaria todo cambió, ahí las reglas eran otras y si quería la aprobación de los chicos debía hablar como ellos, pensar como ellos, ¡ser como ellos! Aprendí a interpretar y decir palabras en doble sentido, a escuchar sus comentarios despectivos como algo normal, veía sus abusos como bromas, me habitué a palabras como “puta”, “zorra” y “ofrecida” para referirme a otras chicas.

Me enorgullecía decir que yo me llevaba mejor con los hombres, que tenía puros amigos porque ellos eran sinceros, buena onda, cero complicados, pero, sobre todo, eran libres. Podían tener más de una novia y nadie les llamaba “zorros”, todo lo contrario, se enaltecían.

Las chicas, en cambio, pasaban el tiempo criticando e insultándose. Yo prácticamente no me consideraba una, bueno sí, pero una “diferente”, una que no entraba en el prototipo de chica, porque me llevaba mejor con ellos.

Doble vida

Paralelamente, debía cumplir con los deberes de la “señorita” en la que me estaba convirtiendo. Ser bonita, educada, bien hablada, bien vestida, simpática, obediente, decente, aprender a cocinar, a lavar, ser limpia, ordenada y además tener buenas calificaciones.

Sangraba y me dolía el vientre cada mes, mancharse con esa sangre era lo más vergonzoso que existía. Además, no debía tener sexo porque alguien podía embarazarme y me llamarían “puta” (yo misma lo decía). ¡Todo tenía sentido! o ¿por qué otra razón habría querido mi papá que yo naciera hombre? ¡Ser mujer es una maldición! Pero afortunadamente yo no era una, bueno sí, pero sólo del cuerpo… ¡ah! Y en mi casa, para que no me regañaran.

En la escuela y en donde no hubiera nadie de mi familia viéndome, yo era un chico.

Un golpe de realidad

Los siguientes años los pasé esforzándome hasta los huesos en ser una de ellos… Nunca lo logré.

Decía malas palabras, pero a mí se me escuchaban muy mal; tuve muchos novios, pero nadie me halagó (al contrario, tal y como yo lo hice, me llamaron “zorra”). Me embriagué, pero nunca fue algo propio de mi edad, más bien “seguro estaba buscando que me faltaran al respeto, que abusaran de mí”.

Muchas chicas quedaron embarazadas y sus vidas cambiaron por completo, no así la de la mayoría de ellos, quienes huyeron sin que sus padres los obligaran a responsabilizarse. Todo lo contrario, llamaron “cualquiera” a la madre de su nietx que muchas de las familias sigue sin reconocer.

Ellos jamás me vieron como uno más, ser parte de ellos fue una fantasía que yo construí, la mayoría quiso tener algo conmigo y se enojaron cuando me negué. Así terminaba mi ficción.

Una machista fracasada

Hoy entiendo que jamás fui –ni seré– ese hombre tan deseado por mi padre y que yo creía/deseaba ser. Que el machismo no es únicamente propio de los hombres, y que es algo que nos usa, nos envenena, nos divide y nos mata.

Aprendí que si ellos no paran, debemos parar nosotras, dejemos de juzgarnos y de criticarnos. Construyamos nuevos discursos, dejemos de engordar las filas del machismo, porque al final nadie sale herida más que nosotras.

 

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