Para muchas de nosotras, votar es una obligación y derecho que damos por sentado. Pero todavía viven muchas mujeres que nacieron cuando el voto femenino aún no era legal en México. Estas son las historias de 3 mujeres que nacieron antes de 1953.
Por: Katia Rejón
Somos el resultado de una revolución lenta y del coraje mudo de otras mujeres. Cuando pensamos en aquellas cuya única oportunidad laboral era ser secretarias, o que dejaron de ir a la escuela porque comenzaron a menstruar, creemos que vivieron en un tiempo o espacio muy lejano.
Por ejemplo, antes de hacer este texto, pensaba en las sufragistas mexicanas que lucharon por el voto femenino como mujeres de otra era. La perspectiva es distinta cuando piensas: ¿quién fue la primera mujer de mi familia que votó?, ¿y el primer hombre?
En mi caso fue a partir de mi abuela materna que sigue viva; el primer hombre que votó de mi familia seguro coincide con las primeras elecciones libres en el siglo XIX.
Historias que todavía deben ser contadas
Es algo mucho más reciente de lo que imaginamos, y hemos olvidado que compartimos el mundo con una generación de mujeres que vivieron en un sistema mucho más represor que el nuestro. Que se han ido adaptando a los tiempos, que su historia —como la del feminismo— no ha concluido, y tienen mucho que decir.
Hablé con mujeres de entre 70 y 90 años de Yucatán, que eran adolescentes o jóvenes cuando se permitió el voto femenino en México en el año 1953. Aunque encontré que tenían cosas en común —un matrimonio distinto a lo que imaginaban, el deseo de una independencia económica, falta de oportunidades para la educación de calidad— en realidad eran seres distintos una de otra, que enfrentaron a sus contextos como podían y lo siguen haciendo.
De todas las entrevistas, hechas en esta tierra plana y cálida del sur, comparto tres que engloban muchas cosas que se repitieron a lo largo de las conversaciones.
Voto femenino: la última generación que nació sin este derecho
Aida, 1940. Tenía 13 años cuando se permitió el voto a la mujer
El día que dejó la casa donde vivió por más de treinta años, Aida lloró durante kilómetros. No lloraba por su esposo sino por esa mata de guayaba que tenía en su patio y que daba canastones de fruta en invierno.
Nació en 1940 en la ciudad de Mérida, Yucatán, un estado que es considerado la cuna del feminismo en América Latina. Sin embargo, ahora que Aida recuerda la primera parte de su vida, se describe como una mujer que fue sumisa.
—Yo solo estudié la primaria, en aquellas épocas cuando te bajaba tu menstruación, dejabas de ir a clase porque había lo del abuso de las niñas. Muchas salían embarazadas de sus maestros. Mi papá me dijo: hasta aquí, no vas a seguir haciendo clases.
«Todos los defectos tenía»
Se sentaba en una banqueta junto al comal a hacer tortillas, a costurar y desbaratar brasieres para aprender cómo hacerlos y vender. Se casó a los 20 años y tuvo hijos. Cuando le pregunto si siempre quiso tener hijos me contesta:
—Pues no es que quieras. Mi marido cuando se daba cuenta que estaba embarazada, se iba y no lo volvía a ver. Borracho, parrandero, mujeriego, jugador, todos los defectos tenía.
Aida me cuenta que si su esposo llegaba a comer antes de tiempo, sus hijos y ella regresaban su comida al horno porque no querían comer con él. Después ella lo mecía para que se durmiera, y entonces todos volvían a la mesa.
—A los treinta años [de casados] me dijo: Oye, negrita, ¿me das chance para que viva un año de mi vida? Después vuelvo y ya, me voy a aquietar. ¿Y qué le voy a decir? ¿No, no te vayas? Ah, le dije, como quieras. ¿Me preparas tres mudas de mi ropa? Ah, ta bien. Ahí está tu ropa. Pero al otro día, temprano viene y me dice: ¿No sobró nada de ayer? ¿Me regalas un poco para que desayune? ¿Con qué ganas lo voy a atender si ya vivía con otra mujer de la edad de mi hija?
Su esposo decía a otras mujeres que vivía con su hermana a quien habían dejado con todo e hijos y él solo ayudaba a la pobrecita.
Tratando de seguirle el paso a los enredos, espesa de ingenuidad, le pregunto si eso no era verdad:
—¡Era yo! Era yo, su esposa.
A unos metros de su hogar, ese que daba ciruelas, caimito, saramuyo y limones, él llevaba mujeres que después sacaba y ponía a dormir en su carro por si un día Aida iba a verlo a su cuarto. Pero ella nunca fue.
«Como si hubiera salido de una cárcel»
Cuando lo dejó, dice que se sintió libre.
—Como si hubiera salido de una cárcel. En ese tiempo, mis hijos y yo fuimos muy felices. Mis nietas ahora me adoran, cinco nada más tengo, muy poquito, poquito, pero me adoran todas.
Habla de sus momentos buenos y malos, siempre sonriendo, divertida, como si la historia que está contando le correspondiera a otra persona. Es guapa Aida. Y lo confirma recordando que en su juventud le decían “la italiana”.
Del voto femenino no se acuerda y hasta se sorprende de saber que ella tenía 13 años cuando México permitió el voto femenino.
Nunca votó hasta que se cambió de casa, no tenía identificación y su marido no la dejaba ejercer este derecho. Las elecciones pasadas del 2018 fueron las primeras en las que puso su voto en una urna.
Ernilda, 1939. Tenía 14 años cuando se permitió el voto a la mujer
—Disculpe que le pregunte, señorita, ¿pero esto para qué es?
Se lo he dicho antes, pero se le olvida. Y me da la impresión de que vengo a molestarla y que seguro tendrá muchas otras cosas que hacer en vez de estar atendiendo a una mocosa.
Con las mismas manos con las que antes tocaba el piano, ahora Ernilda hace diez rosarios todos los días, uno por cada persona que fue importante para ella y murió.
Tiene 80 años y vive con una de sus hijas. Estudió teoría musical en una época cuando solo había secundarias y estudiar era más bien opcional.
—Nunca toqué un pie, solo los de mi madre.
Me cuenta que hacía manicure pero no pedicure, mientras estudiaba en una academia para ser secretaria. Nunca supo cuánto dinero ganaba porque su mamá le pedía el sobre cerrado.
Nildita y Pedro Infante
Al principio se disculpa porque cree que no recordará nada, pero dice nombres y apellidos completos de personas que no fueron tan significativos en su vida. Lo que más le preocupa es que ahora las calles de su memoria no son las mismas y le pone triste no poder ir a la iglesia sin perderse.
—¿No le aburro a usted?, dice mientras me cuenta que vivía en una de las casas donde cayó la avioneta de Pedro Infante ese abril fatal de 1957.
De suerte que no había nadie en casa. Ella estaba en la escuela cuando el director entró a decir que las clases se suspendían porque Pedro había muerto en Mérida.
Nildita («me llamo Ernilda pero me decían Nildita») estaba segura que se trataba de propaganda, hasta que llegó a su casa y vio que en el destechado que su mamá había hecho para las fiestas, había trozos de metal y aceite hirviendo.
—A un pobre muchacho, por cierto muy guapo, se le cayó aceite hirviendo y murió. En esa época no teníamos baño y en el patio hacíamos un hoyo con palmas de hojas grandes y una puertecita. Ahí había una señorita y se le cayó encima el aceite, media cara…Así es mi vida ¿qué quiere usted que yo haga?
«Yo no necesito compañía»
Con todo, Nildita era feliz. Le encantaba ir a las tardeadas a bailar rock and roll y cuando un político local la acosó en la calle, lo enfrentó.
—¿Por qué me estás siguiendo? Y me dice: Para acompañarte. Yo no necesito compañía, tengo la compañía de Dios. Me caes remal.
Fue la única entrevistada que votó desde que pudo.
Cuando su esposo murió, Ernilda comenzó a hacer rosarios. Vivía sola y salía a la terraza a tomar el fresco de la tarde, a saludar a la gente que desde los camiones le daban la mano. No alcanzaba a ver quiénes eran pero a todos saludaba.
Ahora vive con su hija y tiene una cartulina donde están los nombres y teléfonos de sus amigas en letras grandes. Perder la vista le ha hecho perder otras cosas, pero hoy que toma Coca Cola con una desconocida, se siente esperanzada porque en enero le operarán los ojos.
—Me siento mal porque estoy acostumbrada a tener mi dinerito, salir, tengo unos cuadernos a rayas para escribir pero no veo. Mi hija es muy buena conmigo, no tengo ninguna necesidad, pero me gustaría tener mis cosas. Tengo a mis cosas muy abandonadas.
Ernilda me acerca su mano, la misma con la que antes tocaba el piano y con la que ahora reza diez rosarios al día, para preguntarme si su anillo, opaco con una piedra color aceituna, valdrá alguito.
Una de sus nietas baja las escaleras, acaba de bañarse y está por ir a la escuela. Le dice que la quiere mucho y se despide. Hablamos entonces de las jóvenes de hoy.
—En mi época, yo lo llegué a ver, tenía como seis o siete años y vivía por la calle cincuenta sur, una niña que se fue con el novio. Como la mamá era muy chismosa, ¿sabes qué le hicieron? Fueron a comprar lengua y se lo clavaron en la puerta de su casa.
«Déjala que se muera»
A Nilda su mamá la quería mucho. Y tuvo un padrastro que la crio con cariño. Sin embargo hay algo que no olvida de su padre: por accidente, Nildita se abrió la cabeza, cerca de la frente, y sangró tanto que su mamá salió en bata a buscar a su papá -que era comerciante- para llevarla al hospital.
—Él le dijo, nunca se me va a olvidar: déjala que se muera. Así le dijo. Y el que se murió después de unos años fue él. Bueno, no se murió, lo mataron. Todavía tengo la cicatriz.
Con la mano con la que tocaba el piano, hace rosarios y donde lleva un anillo cuyo valor no adivina, Ernilda se toca la cicatriz de su frente, atravesada por arrugas más delgadas. Hay cosas que no recuerda y otras que lleva consigo todavía.
—Así es mi vida, señorita, ¿qué quiere que yo haga? Cosas de la vida que nos pasó.
Bertha, 1948. Tenía 5 años cuando se permitió el voto femenino
Bertha es una mujer fresca, ocupada y platicadora de 71 años con un acento americano. Está hablando por teléfono con el banco y le agradece mucho al operador.
—Es usted muy amable, joven. ¿Cuál es su nombre? Lo voy a recomendar mucho con los adultos mayores.
Como otras mujeres entrevistadas, me recuerda que las mujeres transgresoras y libres existieron en todas las épocas. Su abuela, una mujer indígena que se casó con un varón de clase media alta de Yucatán, fue quien le advirtió que un día comenzaría a menstruar.
Dice que esa mujer viajó por el mundo con su propio dinero cuando la dependencia económica hacia los maridos era muy fuerte. Bertha conoció a las amigas lesbianas de su abuela, a quienes trataba con el mismo cariño y respeto.
«¡Tengo que votar por el PRI y mostrar mi credencial!»
—Mi abuela sí votaba. Me llevó a mí una vez. Cuando llegaba a votar tiraba cosas y decía: ¡tengo que votar por el PRI y mostrar mi credencial! Ella estaba enojada porque trabajaba en el departamento de educación y les vigilaban el voto. Mi madre no sé, nunca vi que hiciera otra cosa más que estar con sus hijos.
Su mamá era una mujer callada, dedicada al hogar y que tenía terror de salir a trabajar. Cuando la familia de Bertha se mudó a Puebla, asistió a una escuela católica y la clase de educación sexual la impartió una monja.
—Nos pintó un cuerpo de hombre y mujer. Dijo que los hombres tenían unos ganglios en los costados, ahora pienso ‘cómo es posible’…pero dijo que los ganglios eran la razón por la cual los hombres necesitan más el sexo, como diciendo que la mujer tiene que ser la que recibe a dios, la puritana.
Después comenzó la carrera de secretaria, se embarazó y se casó con un hombre que ella recuerda como muy atractivo.
«Ese amor que es irreal»
—Yo era una niña toda enamorada de ese amor que es irreal. Él me quería también pero era una persona muy inestable. Siempre me preguntaba: si hago todo lo que me dijeron, ¿por qué no es como me habían dicho? No teníamos salida, las mujeres como yo.
Huyó de él viajando a Estados Unidos y dejando a dos de sus cuatro hijos en México. A pesar del chantaje emocional, no volvió con su esposo y en 1974 pudo llevar a sus otros dos hijos y para ella fue como haberlos parido otra vez.
Trabajar en organizaciones de ayuda para mujeres, migrantes y seropositivos le cambió la perspectiva. Después de vivir cuarenta años en Estados Unidos, Bertha volvió a Yucatán en el 2014 para conocer realmente a su mamá, con quien no había compartido mucho.
Ahora va a Tai chi con un grupo de mujeres donde hay algunas de 90 años, y fundó Adultos en Plenitud, una asociación civil que proporciona información y talleres para los adultos mayores.
Bertha tiene la energía de la gente entusiasta que se indigna de las cosas que pasaron hace cincuenta años como si le acabara de suceder; pero también se emociona cuando recuerda sus proyectos y la gente que conoce, como si los acabara de conocer.
Una nueva vocación
—Cuando dije: yo ya hice, yo ya cumplí y vi la economía y la codependencia que tenemos con los hijos, aprendí que no había información suficiente para adultos mayores. No saben ni dónde están las oficinas del Inapam. Hay que involucrarse. Empecé a ir a conferencias y ahora hacemos pláticas de testamentos, dimos talleres de cómo usar el celular.
Días después de la entrevista, Bertha me manda un Whatsapp: Hola, se me olvidó decirte que solo he votado dos veces en mi vida. Una en los Estados Unidos después de lograr mi ciudadanía, y ahora que regresé a México.
Le contesto que sí lo mencionó durante la entrevista, en una escena que me pareció bellísima: Bertha tenía agarrado el papel donde escribió los datos que el joven del banco le había dado. Recordaba que antes no tenía historia cívica en México, tampoco una cuenta bancaria porque las mujeres no podían hacerlo sin la firma del marido. Entonces como si se le acabara de ocurrir una ironía divertida, dijo riendo:
—Sí, ahora tengo más cosas. Mi autoestima, nena, yo le digo ¿dónde andabas cuando te necesité?