A punto de cumplir los 30 años, ni presumo ni dejo de presumir de no haber tenido un novio estable que me permitiese mantener conversaciones con mis amigas del tipo: “¡Ah! Me he comprado este conjuntito de lencería para celebrar nuestro aniversario… ¡Le va a encantar!”.
Quizás ese cliché, ese afán por estar guapas a los ojos de la pareja o del “amigo especial” de turno, es lo que convierte a estas pequeñas piezas de tela en algo especialmente morboso, casi prohibido. Al menos, es lo que hasta hace poco me decían desde el escaparate tanta seda y encaje: “Cova… O te echas novio o no nos podrás poner nunca. Cova… ni nos mires, ¿para qué nos vas a comprar si no hay nadie para lucirnos?”.
Así que me volví práctica. Y empecé a comprar bragas del Primark, de las de pack, ni siquiera las medianamente elegantes. Mi ropa interior se basaba en colores disparejos, corazones y estrellas, anclas y círculos de diferentes tamaños que lucían de lo más bonitos en mis partes nobles. Y es que, ¿para qué gastarse dinero en algo que sólo vas a ver tú?
Internet y algunas revistas de moda tampoco ayudan a destronar este arcaico pensamiento. Solamente el amo y señor Google nos muestra, en los primeros resultados de una búsqueda básica sobre estadísticas de lencería, perlas del estilo: “Ropa interior que los hombres aman” o “¿a los hombres les gusta que te pongas ropa interior sexy?”. No me quiero ni imaginar la indignación de las mujeres homosexuales, a las que probablemente les importe muy poco el gusto de los varones en estos menesteres.
Así que yo, la que va a comprar al súper en pijama sin ningún tipo de pudor, con calcetines de diferentes colores y un aspecto de traficante de drogas bastante amateur…
Yo, la que sonríe tímidamente al dependiente guapo de la tienda, que siempre me devuelve la mirada con una mezcla de terror y miedo, mientras luzco con brío mi pantalón con búhos de colores…
Yo, la defensora acérrima de las bragas de 2 libras (vivo en Inglaterra) y sujetadores básicos con, eso sí, bastante relleno… empecé a desear el tacto de algo que no fuese algodón puro en mi piel.
Así que, al más estilo Eddie Redmayne en «La Chica Danesa», me escapé al centro de Londres a probar, sólo por curiosidad, esas prendas que las mujeres con pareja se compran como excusa para deleitar a sus medias naranjas.
Y allí descubrí gratamente que las solteras no estamos destinadas a una vida de ositos y prendas desteñidas y que nuestros pechos se merecen más que un sostén que cumpla su trabajo de manera eficiente, como tantos ejecutivos de la City que caminan por la calle con cara de haberse comido dos limones agrios.
En la tienda de Ann Summers, conocida por su colección de ropa sexy y juguetes eróticos, Simran Judge, una dependienta muy jovencita y bastante feminista, me habló del perfil de clientes que acuden al local. “No necesitas una etiqueta para ser sexy. Todas las mujeres se dan un capricho porque se quieren sentir mejor con sus cuerpos. Da igual que sean solteras o tengan pareja. El perfil de nuestros clientes es muy variado.”
Y así lo parecía. Mujeres de mediana edad, alguno que otro hombre despistado entre cueros y encajes, jovencitas que se ponían coloradas y reían nerviosas ante determinados artículos subidos de tono y sofisticadas féminas con faldas lápiz y tacones de aguja, se entremezclaban en una atmósfera caracterizada por ruido de perchas y música sensual.
Volví a casa con la cuenta bancaria un poquito más pobre y una sonrisa de oreja a oreja en la cara. Puse a todo volumen la canción de “All that Jazz” de Chicago y, cual vedette en sus mejores tiempos, me probé el conjunto sexy de lencería negra que acababa de adquirir. Para no perder las viejas costumbres, lo acompañé con el pantalón de pijama de búhos y mi ya conocido look de yonqui venida a menos y fui al súper a comprar el pan.
El chico guapo estaba detrás de la caja. Como todos los días le miré, pero esta vez me sentía guapa y sexy. Acompañé mi sonrisa con un guiño de ojos y conseguí que se sonrojase y me devolviese una especie de mueca divertida.
Quizás algún día tenga la suerte de ver mi conjunto de encaje negro aunque, por ahora, soy yo y sólo yo la que sabe de su existencia. Y es que, este tipo de prendas vienen diferenciadas por el tallaje y el color, no por el estado civil o la condición sexual de cada uno.