Difícilmente a alguien se le olvida cómo fue su primer beso, en dónde estaba cuando se dio a conocer el atentado del 9/11 y, si eres mujer, el recuerdo de «la primera vez que me bajó».
Ya sea que te hayan preparado para ese momento –con la plática del polen y las abejitas– o que te haya tomado totalmente desprevenida haciéndote pensar que morías desangrada, cada historia con la primera menstruación, oficialmente llamada menarquia, es única, especial y en muchos casos bochornosa. En parte porque es algo que jamás hemos experimentado y también porque suele existir cierto tabú alrededor de la regla.
Pero como en Malvestida creemos que es algo que no hay que esconder, sino platicar para que cada vez haya mejor educación al respecto, decidimos reunir algunos testimonios anónimos de cómo y dónde fue esa experiencia transformadora.
Una celebración innecesaria
Mi primera menstruación llegó un poco tarde. Mi hermana y yo estudiábamos en la misma escuela, yo estaba en primero de secundaria y ella en segundo de prepa. Recuerdo muy bien ese día, me desperté, por una extraña razón fui al baño de mi hermana y ¡oh sorpresa!, ahí estaba esa famosa manchita de sangre de la que tanto había oído hablar.
Le dije a mi hermana algo como “¡¿creo que ya me bajó?!”. Ella rápidamente me dio una de sus toallas sanitarias y me enseñó a ponerla en mi calzón. Mi mamá también entro al baño súper emocionada. Fue una escena de incomodidad y amor muy bella.
Llegué a la escuela y me sentía un poco incómoda pero al mismo tiempo emocionada, ya que algunos años atrás había hecho una apuesta con una amiga para ver a quién le bajaba primero, y ¿que creen? ¡Yo gané… 10 pesos! (Aunque creo que nunca me pagó la apuesta). Mis amigas igual estaban emocionadas, sentía que ya formaba parte del club oficial de la menstruación.
Todo iba bien, hasta que descubrí que mi hermana le había contado a todas sus amigas que yo «ya era una mujer», así que durante todo el día recibí felicitaciones extrañas, coro completo en pleno recreo cantando “de niña a mujer” (afortunadamente iba a una escuela de puras niñas) y, por si fuera poco, una amiga de mi hermana decidió pasar por mi salón de clases y lanzar una toalla femenina nocturna que tenía escrito “felicidades” con plumón amarillo. La maestra obviamente se dio cuenta y simplemente me sonrió. Pero ahí no acaba todo, ¡no señorxs!
Después de la escuela fue mi papá a visitarme a la casa, me dio flores y creo que chocolates y también me dio la icónica e incómoda charla de “ahora ya eres una mujer” a la que yo solo decía “si papá, ya sé, ya sé, ya sé”. Y así es como recuerdo el primer día en que me bajó.
Ahora, si me permiten, iré a recordarle a esa amiga que aún me debe 10 pesos.
Ropa extra, ¿por qué no?
Recuerdo muy bien la primera vez que a mi prima le bajó, incluso más que la mía propia. Los viernes después de la primaria, solíamos poner una venta de garage en la casa de mis abuelos. Abríamos la cochera y colocábamos la ropa en ganchos, en sábanas en el piso y los objetos viejos en mesitas. La idea era deshacernos de cosas que ya no usábamos y ganar un poco de dinero, pero lo más divertido era pasar las primas un tiempo juntas. Nos probábamos la ropa de las tías, sus vestidos de noche, los tacones…
Una de esas ocasiones, mi prima fue al baño y estuvo ahí como media hora. Al volver, le preguntamos si estaba bien, a lo que solo respondió abriendo tímidamente las piernas y mostrando sus jeans con una mancha que estaba igual que su rostro: totalmente color rojo. Mi otra prima y yo gritamos de emoción y la abrazamos. Después de ir a la farmacia y comprar toallas con el dinero de la venta de garage, nos pusimos a buscar entre la ropa vieja: qué le quedaba mejor (ahora que «ya era mujer») y qué podía usar mientras sus jeans recién lavados se secaban en el tendedero del patio.
Apoyo de hermandad
Cuando a mi hermana le bajó, llegó de la escuela súper seria. No había nadie más que yo en la casa. Le pregunté que qué tenía y en cuanto dejé de hablar, se puso a llorar un montón. Yo me asusté porque pensé que le habían hecho algo, pero me dijo que le había bajado. Estaba bien triste y no sabía qué hacer. Me tocó reconfortarla y hablar con ella, le hice comida, lavé su uniforme y le di mucho amor.
Una confusión nada padre
Mi mamá un día tuvo “la plática” conmigo, sobre el cuerpo y eso. Yo tenía como ocho años y me dijo “tus partes te van a sangrar”. Y yo: “¿Partes?”. O sea, como era plural, yo asumí que pues las chichis, porque la vagina era una. Entonces ahí fui por la vida en la primaria diciendo que las chichis nos iban a sangrar. Y se hizo un problema y hasta mandaron llamar a mi mamá. Entonces, después de eso no volvimos a tocar el tema, yo olvidé por completo que algo iba a sangrar.
A los 11 años, ya en la secundaria, fue la primera vez que me bajó. Fue desde temprano, en la mañana. Como no sabía qué estaba pasando y el show debía continuar, me puse un montón de papel. Y al final del día todo era una bola de algo horrible. Así que empecé a pensar que tal vez me había hecho popó.
Así que me daba mucha pena decirle a mi mamá. Y me puse a llorar porque «me había hecho» y qué pena y así. Mi mamá me encontró llorando y le enseñé los pants. Y se puso a llorar (en serio). Antes de ayudarme o explicarme o algo, le marcó a mi abuelita y le dijo (nunca lo olvidaré) ¡¿ADIVINA QUIÉN YA ES UNA MUJER?! Y me morí de la pena, el odio y la confusión. Nunca, nunca se sentó a explicarme nada. Solo me dio unas Kotex (así les decía ella, “las Kotex”) y fin de la historia.
La toalla voladora
Ya sabía que me tenía que pasar en algún momento, pero ocurrió en la escuela. Para mí ya no era algo nuevo, pues a cinco o seis amigas esa sangre ya les había ensuciado el uniforme. Cierto día tenía la sensación de hacer pipí y fui al baño. Al estar ahí, me di cuenta de que no era pipí, si no que era la primera vez que me bajó.
En el momento me moría de vergüenza y no sabía qué hacer, así que fui rápido al salón «siendo super discreta». Me metí y busqué —revoloteando entre mis cosas— una toalla que mi bendita madre me había dicho que guardara «por si acaso». Nada, no la encontraba. En un momento de suerte, la encontré, procuré sacar también unos pañuelos para ocultar que estaba una toalla sanitaria en mi mano.
Como era lógico, mi maestro me preguntó «¿a dónde va?», y yo «al baño», y él «pero si acaba de ir»… Solo se me ocurrió responder: «sí, pero, pero, pero no había papel». En ese momento, hice el movimiento de manos más brusco y tonto que pude, la toalla sanitaria —y la mitad de mi dignidad— terminó aterrizando encima del cuaderno de un chico que ¡pfff! me encantaba. Muerta de pena tomé la toalla y huí del salón. Ya no volví ni por mi mochila, fui con la orientadora y le dije me sentía muy mal, entonces marcaron a mi casa y fue mi mamá por mí.
Para mi fortuna, era viernes y para el lunes siguiente, al parecer, a todo mundo se le había olvidado. Bueno, a todo mundo menos a mí y a mi dignidad. De ahí mi mala relación y el odio infinito que le tengo a las toallas 🙁
Una horrible confusión
Pues estaba en la escuela y pensé que era popó o que no me había limpiado bien porque era como café. Además, tenía diarrea 😂. Entonces pensé: «Ay, ¡diablos!, voy a estar llena de popó todo el día».
Lo único que se me ocurrió para remediarlo fue ponerme papel. Cuando llegué a mi casa y le dije a mi mamá, ella me explicó que era sangre. Pero como no tuve cólicos, no sabía qué pasaba. Me sentí muy tonta porque mi mamá ya me había dicho que iba a menstruar, o sea, no ese día, pero sí en un punto de mi vida (uno tal vez muy próximo). Creo que tenía como 13 años. Y así fue como confundí la primera vez que me bajó con popó.
El caso inverso
Mi primera nomenstruación fue un día en la escuela, una noche anterior al «gran evento» comí mucho betabel. Antes de la ceremonia, marchando por la explanada, me ganaron los nervios, así que fui al baño a hacer popis y, cuando me limpié, pensé que era sangre.
En la escuela a todas mis amigas ya les estaba bajando y yo estaba medio obsesionada con ese «momento mágico». Así que me puse muy feliz, ¡por fin me iban a crecer la chichis (pensé)! Como no tenía toallas, me puse mucho mucho mucho papel de baño. No quería quedar en ridículo con mi falda manchada o con el suéter amarrado en la cintura en plena ceremonia.
Al llegar a casa, nada, cero manchas en el papel. Mi mamá, al ver el calzón y examinar lo que había pasado, me dijo que no, que era solo popó revuelta con betabel.