Con la facilidad que nos da la maravillosa internet para conocer lo que está sucediendo a muchos kilómetros de distancia ocurre que en ocasiones surge fascinación por el modo en el que otras culturas viven, visten, comen o se comportan. Hasta ahí todo bien, ¿o no? Bueno, la fascinación no es ningún problema. El detalle que ha tomado tintes de controversia en los últimos dos años es cuando alguien (perteneciente a la cultura dominante) emplea elementos de una cultura que le es ajena, los descontextualiza y obtiene provecho económico a partir de ellos. A esto se le ha llamado apropiación cultural.
¿Quién es la cultura dominante? Las personas cuyos antecedentes culturales no tienen que ser escondidos, silenciados ni distorsionados para acceder a un empleo, para emitir una opinión, acceder a cargos públicos, etc.
Quizá la cantante que más veces ha tenido que hablar (y a veces disculparse) con respecto a esto sea Katy Perry quien, entre otras cosas, apareció en los American Music Awards del 2013 con una estética que hacía referencia las Geishas (Japón) desde una versión casi caricaturizada y cuyo traje tenía, además, sospechosas coincidencias con la vestimenta tradicional de China.
Otro caso, bastante más cercano, de controversia por apropiación cultural sería el de la diseñadora Isabel Marant, quien en 2015 publicó en el catálogo de su sitio web una blusa con diseños de la comunidad de Santa María Tlahuitoltepec, Oaxaca.
Acerca de esto corrieron ríos de tinta (digital) y si bien la diseñadora admitió que había tomado el diseño de la comunidad oaxaqueña, explicó también que nunca había dicho que fuera de su autoría. Excepto porque lo estaba vendiendo a un precio que multiplicaba el costo original y sin hacer mención del lugar de donde había provenido la idea.
Ahora bien, ¿por qué no es apropiación cultural cuando los miembros de una minoría toman elementos de la cultura dominante? Dos palabras: adaptación y poder. Adoptar los usos y costumbres de la cultura dominante es, para muchas de las llamadas minorías, la única forma de integrarse, de evitar la segregación. Quien tiene el poder es quien suele determinar qué prácticas culturales están permitidas, en qué lugares y con qué actores.
Los que apoyan la existencia del término dicen: “Tomar elementos de una cultura que ha sido dominada por años e ignorar su contexto, contribuye a reforzar estereotipos y a mantener la opresión”.
Los que cuestionan la existencia del término dicen: “Somos ciudadanos del mundo y la pureza cultural es una ficción. Todo es, de alguna forma u otra, resultado de una mezcla”.
Algunas veces la resistencia al empleo del término apropiación cultural también tiene que ver con que es muy incómodo reconocer que ciertas prácticas pueden ser opresoras y que no siempre estamos “del lado del bien”. Pero ¿Es posible (o deseable) experimentar sólo aquellas cosas que pertenezcan a nuestro grupo cultural de origen? ¿De dónde provienen los elementos de la cultura que llamamos nuestra? Estas preguntas tienen más de una respuesta que, además, va transformándose con el paso del tiempo.
En ocasiones no es posible determinar de forma precisa el origen de los productos culturales que consumimos. Muchos de ellos, como las prendas de vestir, no son susceptibles de tener derechos de autor. Es precisamente esta la peculiaridad que permite la existencia de la moda low-cost (injusta por donde se le mire). Pero ¿por qué lo sentimos personal cuando una firma internacional quiere robar los bordados de una comunidad indígena y no nos unimos a la causa en contra de las transnacionales que están desplazando a esos indígenas de sus territorios? A lo mejor es porque nos vinculamos más con el indígena ancestral que nos vendieron en el colegio y no con las personas de carne y hueso.
Otro detalle con la apropiación cultural es que su existencia depende de la actitud de quien está tomando el elemento cultural: ¿Lo integra a su vida como un objeto de uso común?, ¿cómo un disfraz? ¿cómo un ticket de acceso a lo exótico?
La existencia del término apropiación cultural puede ser una oportunidad para cuestionar nuestras prácticas y elecciones de consumo, así como para dejar de ignorar que algunos asuntos tienen un trasfondo político que, por una cosa u otra, habíamos estado ignorando. Quizá, una salida sea tomar a los objetos sin hacer a un lado a las personas que están detrás de esa cultura.