Soledad, productividad y otras dudas de una madre de tiempo completo

Sobre cómo se vive el ser mamá de tiempo completo en una nueva normalidad y después de la vida académica.

Por: Marissa Gálvez

Me levanto, lavo los pañales, hago viajes cortos cada minuto a la cuna para ver si todo está bien, hago el desayuno para la bebé y el mío (uno balanceado, generoso y abundante, otro improvisado y no muy bueno) y empezamos la mañana con un brazo cargando a una cría y el otro recogiendo aquí, secando acá.

Mientras, la hoja de Word con el artículo a medio corregir permanece igual que desde hace tres días, oculta por la lista de reproducción de canciones infantiles en YouTube.

Desde hace trece meses así han sido invariablemente las mañanas. Porque desde hace trece meses soy madre y desde hace diez estoy desempleada. En un año, mi vida se vio transformada por una pandemia, una hija y un nuevo trabajo no remunerado.

Cuando mi hija nació, el confinamiento ya era parte de nuestra realidad. En su etapa inicial, no sabíamos cómo proceder y el miedo era una constante que me llevó a cancelar las últimas revisiones en el hospital. Después del nacimiento, salir a la calle se convirtió en un atentado a mi salud mental.

La soledad de la maternidad

La casa que fue el refugio de todo virus, el lugar donde, a salvo, mi pareja y yo pudimos pasar los primeros días a solas con nuestra hija. En los siguientes meses, se convirtió rápidamente en un sitio reducido donde sola me enfrentaba al cuidado de una bebé, sin visitas, sin amistades, sin familia, sin tribu.

Y sin pareja, también, porque aunque él pudo disponer de algunos días trabajando desde casa, la realidad es que la carga laboral no permite un paternaje pleno, y resulta más demandante que en la oficina. 

En México, los hombres reciben por ley cinco días de permiso de paternidad. Cinco días en que la mujer está en la fase inicial del puerperio, en donde para ser cuidadora necesita ella misma los cuidados de alguien más. 

Cinco días que, en nuestro caso, se confundieron con los de trabajo desde casa. Cinco días que, al terminar, tienen como resultado a madres dependientes de otras cuidadoras, la mayoría de las veces mujeres, o se enfrentan solas al posparto, las exigencias de la crianza y el cuidado del hogar. 

Cinco días que seguramente fueron decididos por un sistema que supone que los cuidados no corresponden a la figura del padre, a una figura masculina, y que la madre por definición es quien cuida y no quien debe ser cuidada o auxiliada en el cuidado.

El mundo no para

Si en un principio la maternidad monopoliza tiempo, energía mental y física, las exigencias de lo cotidiano se terminan imponiendo. Para las mujeres que crían, ambas cosas deben ser atendidas y priorizadas, lo que supone un incremento en la carga generada por y entre maternaje, trabajo y casa. 

Aún con una pequeña criatura, el mundo les (nos) recuerda a esas madres que sus otros hijos las necesitan, sus alumnos las buscan, sus jefes les llaman, sus puestos las esperan para seguir con un sistema de productividad en el que la idea de ser productiva como cuidadora no tiene cabida.

Así, entre el pecho y los pañales, seguí terminando una tesis por la que recibía una beca suficiente para mi manutención. Envié ponencias para congresos que no pudieron ser (y a los que ilusamente me había hecho a la idea de poder asistir tras tres semanas de parir). Preparé  propuestas de cursos. 

Fui la viva imagen de eso que nos complace en pensar como lo funcional, lo eficiente: una mujer que después del parto no sucumbe al peso de la maternidad y logra cumplir con las expectativas de la sociedad, de su hija, de sí misma.

Cambiar la idea de productividad

En verano la beca terminó, pero la pandemia no. Para otoño, a pesar de tener un grado académico más, en casa hay un ingreso menos. Los colegios no contratan y las guarderías no abren. 

El confinamiento se vuelve cada vez más largo y el maternaje más exigente. Esa idea de productividad cambia y provoca conflicto: como madre y feminista, sé que debo resignificar mi rol como cuidadora. Como académica, no obtener dinero por clases o publicaciones me hace sentir poco valiosa.

Si la imprevisibilidad de un bebé es incompatible con el silencio de una biblioteca, en un contexto pandémico no tengo la posibilidad de salir y hacerme de los espacios propicios para la investigación. 

El trabajo se limita entonces al tapete de juegos en la mañana, al colchón a la hora de la siesta, entrada la noche a la hora de dormir o en las pocas horas que la pareja paterna tras su propia jornada laboral fuera.

Seguir escribiendo

Sin espacios propicios para la investigación, sin tiempo, sin financiamiento o apoyo económico, ¿para qué continuar escribiendo? En mi caso, plasmar en esa hoja de Word mi interpretación de la vida, producir y cuestionar conocimiento es un asidero de una dimensión de mi persona en el ámbito académico, público social: aquello tan lejano y tan opuesto a lo doméstico.

Y aunque la escritura me permite seguir autodenominándome investigadora, salvaguarda mi autoestima y me mantiene vigente, no cumplir con las expectativas autoimpuestas genera una sensación de culpa y vergüenza a la que me opongo, pero cuya existencia no puedo no reconocer.

¿Qué tesis, qué artículo, qué ponencia, qué ensayo puede nacer entre las prisas, el cansancio, el estrés y la preocupación por la precariedad de quien ya tiene de por sí un trabajo de tiempo completo sin remuneración económica alguna?

Antes de ser mamá pensaba que debía trabajar el doble para probar que las mujeres somos perfectamente capaces de conciliar maternaje con trabajo. 

Ahora, y gracias a lecturas con perspectiva feminista como el trabajo de Ester Vivas, comprendo (y difundo) que la crianza es de por sí un trabajo, que el autocuidado también significa resistencia ante un sistema obsesivo con una idea única de “lo productivo” y reivindicar la contribución económica, social y cultural de las cuidadoras.

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