“¿Me impediría mi condición mental ser buena madre?” Esa pregunta que se planteó Esmé Weinjun Wang, una escritora que vive con trastorno esquizoafectivo, es la misma que me he hecho desde que en junio de 2022 fui diagnosticada con Trastorno Límite de la Personalidad (TLP).
A mis 32 años recién cumplidos pienso a menudo que vivir con un trastorno mental sería un problema si decidiera ser madre. Siempre pensé en la maternidad como algo lindo. Que si me llegara a suceder, simplemente lo aceptaría. Pero si no pasaba, tampoco lo estaría buscando.
Antes de mi diagnóstico, cuando la pandemia de Covid 19 comenzaba, en abril de 2020, estaba viviendo una historia de amor anhelada por mí. Coexistía con mi pareja el encierro donde leer, dormir y cocinar juntos era el lenguaje de nuestro amor. En teoría, era el contexto ideal para convertirme en madre: tenía un empleo estable y seguro, buenos ingresos económicos, una causa, un auto.
Contaba con una pareja que me amaba, que estaba conmigo y que, sobre todo, quería que nos convirtiéramos en madre y padre. Sin embargo, decidí interrumpir mi embarazo. Fueron dos motivos principales. No me sentía “preparada” y tenía miedo de no hacer las cosas bien.
¿Quiero ser madre?
Y aquí es donde se enclava mi salud mental y la maternidad. Tres días antes de abortar en una clínica de la Ciudad de México tuve un episodio psicótico por la noche. Cuando ocurrió, no tenía idea de qué era eso. Mi vista se nublaba, tenía miedo de ir al baño porque estaba convencida que había una persona escondida en la regadera y que venía por mí. Mi mente me traicionó a tal punto de pensar que todos los vecinos del edificio sabían que estaba embarazada y que iba a abortar.
Comencé a tirar las cosas que estaban en la barra de la cocina, me jalaba el cabello y comencé a darme de puñetazos en la cara. Solo pasaban por mi cabeza las ganas de salir del departamento y aventarme del barandal. Fue la segunda vez que sentí realmente que me quería matar. Temblaba, apretaba los ojos con fuerza. Mi pareja, E. me acariciaba el cabello e intentaba tranquilizarme con besos en la frente y el hombro. Finalmente, me quedé dormida.
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Al día siguiente logramos contactar a una psiquiatra que nos recomendó una amiga de E. Por la gravedad del cuadro que tuve, pudo darme una cita por Zoom. Después de la consulta le dije a E.: “con todo esto que me pasó, ¿crees que yo podría ser una buena madre algún día?”, E. me dijo que sí. Pero yo no podía quitarme de la cabeza qué pasaría si volviera a vivir uno de esos cuadros psicóticos y al mismo tiempo estar embarazada o con un bebé.
Creo que esa experiencia terrible fue lo que me orilló a abortar en ese momento y no dar vuelta atrás.
Nuestra relación terminó unos cuantos meses después. Como se dice habitualmente, “algo se rompió”. Como dos desconocidos nos despedimos una tarde en la terminal de la TAPO para no reencontrarnos jamás. No nos dijimos ni adiós.
Entender mi condición mental
Un proceso de duelo, sanación y autocompasión comenzó para mí. El respaldo profesional fue lo que me ayudó a soltar la ruptura y entender por qué ya no pudimos ser. Y en ese camino también descubrí que por años había vivido con Trastorno Límite de la Personalidad que, en mi caso, se manifestaba con ataques de ira, angustia, ansiedad, momentos depresivos y, lo más reciente, un cuadro psicótico.
Antes de ser diagnosticada pasé de comenzar a ir a terapia a finalmente acudir con un psiquiatra porque los padecimientos eran muy frecuentes y sentía que la terapia sola no lograba llenar todas mis expectativas.
Recibí el diagnóstico con alivio. Por fin pude entender el origen de los síntomas que vivía.
Ya había pasado por otros métodos. En Chile hice terapia de constelaciones familiares, en otro momento medicina ancestral y hasta un retiro espiritual. Vinculaba mis pesares con heridas familiares heredadas y eso me hacía buscar desesperadamente herramientas para sanar. Me pasó por la cabeza que todo ello fuera resultado de una depresión severa, pero nunca imaginé ser borderline, no sabía ni qué era.
Al explicarme mi condición, el psiquiatra me dijo que las personas que lo padecen tienden a tener conductas de riesgo para la salud como abuso de sustancias, amenazas suicidas recurrentes y automutilación, así como inestabilidad afectiva, reactividad en el estado de ánimo, sentimientos de vacío, falta de control de la ira y en ocasiones pueden presentar episodios de psicosis.
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Ahí comenzó otro viaje. Recordar y reconocer mi miedo al abandono, el no poder manejar la frustración, las ganas de querer morirme todos los días, los ataques de ira descontrolada, mi consumo excesivo de alcohol, mi psicosis, etc. Y dije: “en verdad esto soy, esta es mi realidad”.
Mi condición mental y la maternidad
Una de las sesiones más difíciles con mi psiquiatra fue cuando hablamos de la maternidad. Le conté que había pasado por un aborto hace dos años y que en gran medida lo que me había motivado era, más allá del miedo a ser una mala madre, lo que pudiera llegar a hacer teniendo algún brote psicótico, de ira o depresivo al estar embarazada o con un bebé.
Platicamos sobre algunos estudios que existen relacionados a la maternidad y los fármacos. “¿Esto se hereda?”, le dije. De acuerdo con el Instituto Nacional de Salud Mental, “diversas investigaciones sugieren que los factores genéticos, ambientales y sociales pueden aumentar el riesgo de desarrollarlo”.
Después de concluir esa sesión se revolucionó mi mente y comencé a investigar en artículos científicos. Encontré uno del Journal of Psychiatry and Mental Health del 2016 que reúne testimonios de hijos e hijas de mujeres con enfermedades mentales. Uno de esos que me pegó mucho decía: “Yo me crié con una madre depresiva y mi infancia fue una pesadilla”.
Hoy, al ver a mi sobrina de 5 años, con la que actualmente convivo todos los días, no puedo dejar de analizar su comportamiento. Es terrible vivir con esa paranoia. Al ser hija de mi hermano temo que haya heredado alguna condición mental.
Cuando le conté a mi madre que había investigado sobre los trastornos mentales hereditarios me expresó en distintas ocasiones su remordimiento y culpabilidad por haberme legado ese “sufrimiento”. También le pregunté por mis bisabuelas y tías abuelas y ahí fue cuando salieron historias que comprobaban mis inquietudes, pues las “locas de la familia”, como violentamente se dice, estaban también en la mía.
A ciencia cierta no sé si mi madre padeció o padece alguna condición mental, pero no sería algo del otro mundo. En 2019, una de cada ocho personas en el mundo (lo que equivale a 970 millones de personas) padecían un trastorno mental, según la Organización Mundial de la Salud (OMS).
Casi al terminar nuestra conversación le pregunté si me veía siendo mamá sabiendo que no solo vivo con TLP, sino que desde hace cinco años tengo radiculopatía lumbar y desde hace 11 Epilepsia de Janz. Me dijo que era mejor no tener hijxs. Y me preguntó: “¿Pero de verdad quieres ser mamá?” Le dije que no, pero en realidad no había profundizado en esa reflexión.
Elijo no ser madre
Si bien reconozco que cada experiencia de vida es única y que vivir con una condición mental no es un factor que necesariamente imposibilita maternar, para mí hay dos temores principales: heredar mi condición y no tener la capacidad de ser una “buena madre” debido a mi trastorno.
Recientemente terminé de leer el libro Todas las esquizofrenias, de Esmé Weinjun Wang, uno de los más vendidos según el diario The New York Times. En él, Esmé narra su vida con su condición mental. En su historia vi la mía.
Esmé menciona en un apartado la pregunta que inspiró este texto: “¿Me impediría la enfermedad mental ser buena madre?” En él, ella cuenta algunas anécdotas familiares que me resonaron por completo. Su tía abuela, también con una condición mental, descuidó tanto a su hijo pequeño que perdió su custodia. Otra de sus tías trató de matar a su marido.
Esmé y yo teníamos en común la historia de una tía que intentó matar a su esposo. Recordé también que hace 9 años clavé un cuchillo en la puerta de madera de un baño, la realidad es que quería hacerle daño a la persona que estaba del otro lado: mi hermano.
Las mujeres que vivimos con una condición mental no solo enfrentamos la expectativa patriarcal de ser “buenas madres”. Entregadas, dedicadas, devotas de lxs hijxs; las que no duermen ni descansan. Sino que además algunas nos enfrentamos a la duda de cómo nuestra condición afectaría nuestro proceso de maternar.
¿Afectarían mis manías, depresiones o psicosis al bebé que solo existía en mi imaginación? ¿Estaría dispuesta a ver a una infancia angustiarse por no entender por qué su madre se encierra en el baño a llorar o no quiere levantarse de la cama? ¿Qué pasaría si me convierto en la mamá más mala, encarcelada o internada?
O, como dice Esmé, podría ser que me convirtiera en una madre especialmente buena, que leyera montones de libros sobre crianza y no vacilara en hablarles pronto a lxs hijxs sobre la condición mental de su madre y cómo esta podría llegar a alterar el hogar.
Mi objetivo al escribir este texto no es sembrar miedo, sino hablar de cómo la maternidad es una decisión personal. Y, por otro lado, hablar de aquellas mujeres que no han podido ser diagnosticadas y por eso enfrentan la etiqueta de “malas madres”.
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Me pasé gran parte del 2022 pensando si al cumplir 32 años ya debería estar pensando en un plan para maternar. Decidí que no. Claramente hay muchas mujeres que han decidido ejercer su maternidad viviendo con una condición mental y que han podido sobrellevarlo muy bien, incluso sé que a muchas mujeres porcentualmente se les han disminuido los padecimientos.
Pero como la maternidad es una decisión plena, personal y consciente, elijo no ser madre. Y eso no significa que deje de ser maternal con los míos, pues esa siempre será mi apuesta: cuidar.