Por motivos personales, la autora de este texto ha pedido mantener su identidad anónima
¿Has estado con alguien que no quiere lo mismo que tú? ¿Cuándo decides que es momento para cortar? ¿Es válido esperar que alguien cambie? Y ¿qué pasa cuando ese alguien simplemente no sabe lo que quiere o no quiere?
Estos últimos meses han estado repletos de decisiones importantes y complejas: dejar mi departamento que tanto trabajo me costó reparar, pintar y decorar; dejar un trabajo increíble y a un par de colegas con los que hice una mancuerna envidiable; dejar mi cochecito que tanto orgullo me dio comprar; pero sobre todo, dejar a mi familia, a mis amigos, a mis perros y rutinas para irme a otro país a vivir con mi novio. (No, no dejé a mis perros abandonados en la calle, se quedaron con mi familia, están muy chiqueados y tienen jardín).
Los románticos dirán que cuando hay amor ningún sacrificio es grande. Aquí hay amor, mucho amor y del cursi, y nada me gustaría más que poder decir que dejé todo porque estoy con el amor de mi vida, con el que me voy a quedar para siempre. Pero no estoy segura de que sea así.
Hace apenas unos años me di cuenta de algo que tal vez ya sabía desde siempre: yo sí quiero tener hijos, quiero ser mamá algún día, y quiero serlo por razones buenas: quiero intentar reproducir la infancia que tuve (no es que vaya a eliminar la tecnología y comprarle a mis hijos un Atari, sino que tuve una infancia divertidísima), quiero ser un ejemplo para criar personas buenas, personas de bien, de buen corazón, personas que cuando tengan la oportunidad y sea su turno, hagan lo mejor que puedan.
Tal parece que hoy en día mi generación, mis contemporáneos, hombres y mujeres, no están del todo seguros de que la paternidad/maternidad sea algo para ellos. Sí, nos encanta ganar dinero, viajar, comer bien, tomar bien, vernos bien, medio ahorrar. A mí también me encanta saber que lo mío es mío y que yo me lo estoy ganando. Entiendo perfectamente por qué alguien dudaría en tener hijos, en dejar toda esta gozadera individual que además no permite mucha holgura para otros gastos que no seamos nosotros mismos. Entiendo por qué cada vez dejamos la decisión para más adelante. Lo entiendo, y a mí me da mucho gusto y orgullo tener ya esta certeza: yo sí quiero ser mamá.
Mi novio no tiene esta misma certeza, no está seguro. Jamás me ha dicho que no quiere tener hijos. Eso para mí sería el momento de respirar hondo y darme cuenta de que esta relación ya no es para mí. Pero simplemente no sabe, no tiene la certeza de querer ser papá algún día.
“Yo creo que cuando estás con la persona correcta, eso lo sientes”. Pues mi novio no lo siente, y sabe que está con la persona correcta.
“Yo creo que si no lo sabe es que no quiere… si no quiere ya qué haces con él”. Pues no es que no quiera, es que no sabe. Y quiere saber.
“Yo creo que tú ya ten un bebé y vas a ver que todo se va a acomodar y sí lo va a querer”. ¡Qué buena idea! Lástima que un bebé no es como un perrito súper bonito con el que, con suerte y un poquito de empeño, cualquiera se encariña.
Mi novio no está seguro de que él quiera reproducir la misma infancia que él tuvo, no sabría cómo hacerlo bien, le aterra que el niño o niña no le caiga bien, no tener nada en común con él, no tener interés de pasar tiempo con él. Siendo honestos, todos conocemos a un niño insufrible que hasta para sus papás es una pena: niños groseros, niños aburridos, niños majaderos, niños chismosos, niños chillones. No es que yo sea el buenondismo andante, pero si siempre he estado rodeada de familia y amigos interesantes, listos y sobre todo buenos, en mi colectivo de “qué pasaría si…” no hay lugar para “…mi hijo fuera de hueva”.
«Mi novio no está seguro de que él quiera reproducir la misma infancia que él tuvo, no sabría cómo hacerlo bien»
Aquí es cuando entra el sacrificio que no era grande porque hay amor. ¿Qué demonios estoy haciendo con alguien que no está seguro de querer lo mismo que yo? ¿Habiendo tantos hombres con certezas, por qué no me busco a uno que ya sepa bien lo que quiere? Nuestra generación medio entiende estas dudas, las acepta como recelos genuinos, pero ni siquiera voy a entrar en detalles de cómo esta incertidumbre es incomprensible para la generación de mis tías y abuelos.
Por un lado, mi novio sabe que yo quiero esto y que eventualmente voy a obtenerlo, con o sin él. (No, no me voy a embarazar a escondidas). También sabe que mi relojito me está haciendo ruido: no sólo quiero ser mamá, también quiero ser mamá mientras todavía estoy joven para no fregarme la espalda cuando nos toque armar Legos. Quiero ser mamá por las buenas, no cuando mi única opción biológica implique gastar lo de las vacaciones de los próximos diez años en tratamientos de fertilidad (y aquí el dinero y las hormonas son lo de menos, a lo que le saco es a las angustias).
Al principio yo creía que no estar seguro de querer ser papá era algo que se le iba a pasar. Así es, como si la incertidumbre fuera igual a quemarte la lengua con café—primero ahí está la sensación horrible y no puedes ignorarla y después ni te das cuenta de a qué hora se te pasó. Pero después de unos meses las dudas y la incertidumbre siguen ahí. La gran diferencia es que ahora lo entiendo y el miedo es real: ¿qué tal que tengo un hijo y resulta ser alguien con quien no tengo ningún interés de convivir, un hijo que no me da alegría, un hijo al que le tengo ciertos resentimientos porque vino a cambiar mi forma de tomar decisiones, y no me gustó, porque ahora tengo que considerarlo en todo hasta el día que me muera, y que tal vez ni tengo ganas de estar con él? Son preguntas que yo nunca me había planteado, pero que eso ocurra es una posibilidad real.
Creo que antes la gente (las parejas que se casaban y entraban a la inercia de las decisiones/acciones que eran la norma social) nunca se planteaban esta posibilidad, simplemente se embarazaban y lo hacían lo mejor que podían. O no, y unos abandonaban a sus hijos, otros los ignoraban, otros ni los pelaban. Algunos niños crecían resentidos, otros ni se daban cuenta; algunos papás hacían un esfuerzo y otros simplemente apechugaban.
Ahora, con todo y la carga emocional que implica estar con alguien con quien tal vez no me quede, de no poderme sacar de la cabeza que tal vez estoy en una relación condenada al fracaso, sé que mi novio está haciendo todo lo posible por tomar una decisión bien pensada, averiguar de fondo de dónde vienen sus miedos, saber si puede superarlos. La razón por la que sigo aquí, con todas las ganas, con todo el entusiasmo y con todo el amor, es porque estoy segura de que si algún día tengo hijos con él, van a ser exactamente los hijos que yo quiero: deseados y queridos (y en el mejor de los casos hasta salen simpáticos). Y ahora más que nunca quiero esos hijos. Sin embargo, sí se me ha acabado la paciencia a ratos. ¿Para qué compro esa lámpara tan bonita? De todos modos voy a tener que empacarla cuando esto se termine y voy a tener que comprar papel burbuja, y cinta canela, y bolsas, y qué tal que se me rompe… ¿Para qué hago amistades nuevas? De todos modos las voy a dejar en unos meses cuando mi novio se de cuenta de que verdaderamente no quiere tener hijos, o cuando me entre una prisa ingobernable y yo tome la decisión de que no puedo invertir más tiempo.
Una gran amiga me ha aconsejado vivir en el presente, no en la forma de burbuja hippie que nadie entiende, sino de disfrutar con el corazón abierto lo que estoy viviendo ahora, apagando las preocupaciones que no me están obligando a tomar una decisión ya. Cada vez que me acuerdo de seguir su consejo respiro hondo y me acuerdo de que estoy con un hombre bueno que por poder tomar una decisión tan bonita conmigo ha movido mar y tierra, yendo a terapia, haciendo voluntariado con niños desconocidos, sacando muertitos de todos los clósets para entender por qué no tiene esta certeza, reviviendo a sus amigos con quienes ya no tiene casi nada en común (los casados que platican de colegiaturas y pediatras). Me queda claro que quiere estar conmigo, y que estas acciones requieren tiempo y dinero que no sobra.
Bien dicen que la gente no cambia, tal vez no del todo, pero las decisiones que tomamos sí cambian tanto nuestro propio carácter como la forma en la que nos perciben los que nos quieren: mi novio quiere estar conmigo, pero bien, con todo resuelto para poder darnos lo que yo ya sé que haríamos muy bien. Si su decisión hubiera sido no esforzarse ni tomar cartas en el asunto, tal vez yo no estaría contando esta historia de paciencia y voluntad, contaría sólo de un novio que tuve hace tiempo que no sabía si quería ser papá.