Nací en 1976. En las casas no era normal tener más de un aparato de tele, eran bultosos, generalmente tenían incrustaciones de madera, la pantalla era curva y por supuesto no tenían control remoto.
Tenía 6 años y ‘El Maleficio’ era la telenovela de moda, la que había cambiado todo, la que congregaba frente al televisor hasta al más culto de los escritores del país. Yo la veía a escondidas, entre la bisagra de mi recámara. En ese mismo aparato vi las repeticiones de los 60 de ‘Batman’, ‘Bewitched’ y los ‘Picapiedra’. Ah, cómo me gustaban esos programas. Soy de las que bailaban con las intros y la música de fondo mientras había trancazos y las onomatopeyas cruzaban esa pantalla de 10 pulgadas que era un lujo inmenso para millones de personas.
Cuando era muy niña, a los cinco años, tuve un accidente grave que no me permitió moverme de la cama durante meses. A mi papá le iba no bien, lo que le sigue, y me compró una tele portátil Casio. La pantalla era de 6cm, y la profundidad del aparato era de más de 25 cm. Me acuerdo que hacía un ruido infernal, nomás estando conectada se oía un zumbido espantoso. Pero mi papá no quería que me moviera ni medio centímetro, y eso ayudaba un poco.
Cuando empecé a vivir sola, tuve una tele igual, chiquita, con falsa madera en el panel frontal, sin control; aunque años después podías comprar un adaptador para usar uno, y por supuesto lo compré. Luego murió mi papá y tuve mi primera televisión de 28 pulgadas. Háganme el favor, ocupaba toda la esquina de la recámara. Tremendo aparato. Era una Sony Bravia, la primera de su clase, me costó un dineral pero mi papá, en su lecho de muerte me dijo: deja de ser coda contigo, por favor cómprate cosas que no pudimos darnos en vida. Y me compré eso y una cámara digital de 3.2MG. Una cosa… brutal.
Mi primera televisión «moderna»
Pasaron los años y llegó el momento de tener una televisión moderna, de esas que miden menos que el ancho de una novela de 250 páginas. Duró unos ocho años; en ella vi más películas que libros he leído en mi vida. Muy lamentable el récord.
Un buen día mis perros la tiraron y luego mis gatos la orinaron y dejó de encender. Sin mucho aspaviento pasó el señor que compraaa colchoooones, refrigeradooores y se llevó mi tele.
Mis amigos Steph y Joakim estaban por comprar una nueva y no necesitaban tres televisores en casa, así que me dieron la que ya no ocuparían. Entre la muerte de mi tele y hasta que recibí una de regalo, estuve unos buenos tres meses sin televisión.
No es para nada la mayor cantidad de tiempo que he pasado sin uno de esos aparatos, ni en la época en que todo lo que había era señal por aire, o ahora que cualquier pantalla con conexión a internet es una “televisión”. La verdad no sentí incomodidad alguna, salvo por cuando quería trabajar al mismo tiempo que “ver” ‘Criminal Minds’ en el fondo.
De ídolo a arenero de gatos
Esa misma amiga me regaló un iPad serie 1 y adivinen quién dejó de necesitar televisión. No sólo la pantalla quedaba mucho más cerca para cuando quería observar la cara de Spencer hacer conjeturas, el volumen era perfecto, podía conectarla a mis audífonos y llevarla a la cocina para prepararme quesadillas mientras alguien del cast era corrido o reemplazado.
Cuando mis amigos compraron su tele, llegó otra vez a mí vida el dichoso aparato. Eso sucedió como en enero, y desde entonces, la he prendido unas cuatro veces. Siempre para dormirme en sábados en la tarde, mientras de fondo se ve ‘Criminal Minds’, ‘Agents of SHIELD’ o alguna de mis películas favoritas (‘Lethal Weapon’, ‘Die Hard’, cosas calmadas pues, para dormir).
Mientras no estuvo la tele en casa, el espacio designado para este aparato se ocupó con libros, principalmente diccionarios. Los uso todo el tiempo por el ejercicio que llevo a cabo en Comamos Palabras y por mis clases de redacción. Cuando llegó la tele tuve que apretujarlos en otro lugar.
Adiós tv
La tele se volvió esa preocupación que se podía romper o convertirse en arenero de mis gatos. Cada que una descarga eléctrica se escuchaba pasando por el regulador de corriente me preocupaba por su salud. Como regalé mi blue-ray cuando se descompuso mi tele, mis discos la veían extrañados, preguntándose cómo se comunicarían.
Para colmo, la tele estaba frente a mi escritorio, mirándome todo el tiempo: ¿Ya vas a verme? ¿Ya vamos a poner una serie? Y yo contestaba que sí, pero que prefería ponerla en el iPad, que estaba cerca, que podía ponerle pausa de manera más sencilla y rápida. Y la tele perdía algo de brillo cada que yo no la usaba. Ayer mi tele se fue cómodamente en un taxi a casa de mi nana, donde la usaron para ver ‘Coco’ y cantar: «Recuérdame, hoy tengo que partir, recuérdame…».
Creo que será la última vez en mi vida que tenga tele. Descubro que me siento atada a ella como Cortazar en ‘Instrucciones para que te regalen un reloj’. Supongo también que se van haciendo obsoletos los aparatos que antes fueron indispensables. Por más que hoy haya Smart Tv, no dejan de ser una pantalla más, que ocupa el espacio de muchos libros, de muchos huacales para gatos, que luego se espantan cuando Bruce Willis salva al mundo en sonido sorround.
Pero esa soy yo.