Las bodas me parecen uno de esos eventos en los que convergen todo tipo de hermosas y curiosas contradicciones. Parejas que no son religiosas, pero de cualquier forma se casan en una iglesia; familiares que llevan siglos sin hablarse, pero se dan cita para echar fiesta, y amigas que no necesariamente se llevan, pero son damas de honor.
Recuerdo que cuando mis compañeras de la prepa comenzaron a casarse –porque sí, estas cosas son como una epidemia y cuando empieza una inmediatamente le siguen las demás– algunas me pidieron que estuviera entre sus damas de honor, no tanto porque me consideraran una amiga invaluable, sino porque era parte del grupo de amigas «de toda la vida» y pues «¿cómo la vas a dejar fuera? Qué poca gooooooeeeeey».
Rechacé amablemente una oferta tras otra… hasta que simplemente dejaron de llegar. Siempre me excusaba diciendo “Me encantaría, pero en este momento tengo muchos gastos” (lo cual no era del todo mentira), pero siendo realistas era porque el concepto general de ser dama me causa un estrés innecesario.
Aquí algunas razones que soportan mi teoría y están basadas en MI experiencia personal. Seguro a muchas les encanta ser dama, ¡y qué padre! Pero también estamos las que lo encontramos un tortuoso e irrelevante proceso de aprobación social.
1. El drama
Si de por sí todo lo relacionado a la planeación de una boda es estresante, el tema de las damas de honor siempre genera polémica. De las amigas que se ofenden por no haber sido consideradas, a las novias que se sienten obligadas a pedírselo a alguien que no les cae bien, solo porque es parte de su bolita.
También está el caso de las que aceptan ser damas por compromiso, cuando en realidad quieren decir que no, y al final a espaldas de la novia terminan soltando frases como “Me da muchísima flojera, pero no le pude decir que no” o “Ella fue dama en mi boda, le tengo que regresar el favor”.
En los casos más tristes, me ha tocado escuchar a damas criticando a la novia ¡el mismo día de su boda! Eso sí, en la foto del recuerdo todo son sonrisas y brincos al aire (por cierto, hablaré de estos brincos más adelante). Así que ansory, pero eso de que la escolta de mujeres uniformadas en vestidos elegantes representa a las mejores amigas de la novia, no termino de creérmelo del todo.
2. El vestido
Que no te engañen, ser dama es MUUUUY caro. Además hay una especie de estadística no oficial en la cual el 95% del tiempo odiarás el vestido que te toque. El color no te favorece, el diseño te hace lucir como tamal mal amarrado, you name it. Por eso gastar una suma considerable de dinero en algo que jamás vas a volver a ponerte, te duele en lo más profundo de tu cuenta bancaria de mujeradultaindependienteempoderada que tiene que pagar renta, gasolina, supermercado, yoga y la comida del perro.
Estoy de acuerdo con que si es una vez en la vida, se puede hacer el sacrificio, el problema es cuando vas por tu vestido de dama número 12 y cada vez que haces la procesión al altar –junto con otras 9 mujeres vestidas como panquecito igual que tú– terminas preguntándote: ¿por qué fregados dije que sí… otra vez?
3. La despedida de soltera
Si eres dama de honor, una de tus obligaciones es organizar la despedida de soltera, lo cual implica que tendrás que ponerte de acuerdo con una cantidad considerable de mujeres para debatir asuntos tan fundamentales como si el pastel de chocolate de la fiesta debería tener o no forma de pene.
En este tipo de eventos siempre hay conflicto: entre quienes deciden la cuota y quienes piensan que es muy cara; las que no quieren stripper y las que sí; las que quieren rentar una limo rosa y las que prefieren algo casero; o las que juran que conocen a la novia mejor que nadie y por eso deberían tener voto divino.
La cosa se pone todavía peor si tienes que organizar una despedida de destino en donde hay reservaciones de vuelo, asignación de cuartos de hotel y salidas grupales de por medio. Perder la cabeza es solo cuestión de tiempo. Por si fuera poco, pocas cosas pueden sacar a relucir tanto a mi Daria Morgendorffer interior como esos momentos en los que hay que usar t-shirts que dicen «team bride«, ponerse un tutú fucsia o salir de fiesta vestida de negro y la novia de blanco.
4. La pose
No sé si sea un vestigio de mi pubertad punk, pero soy pésima con los rituales del deber ser. Y aunque sé que en una boda ajena te apegas a lo que los novios te digan –porque es su día– me da pánico escénico tener que desfilar por el pasillo central de la iglesia o posar uniformada para las fotos de catálogo. Ya sabes, las típicas:
Pose 1: todas en fila con mano en la cintura.
Pose 2: todas de espaldas mirando sobre el hombro.
Pose 3 (la más terrorífica de todas): ¡todas brincando!
Mientras que la mayoría de las damas sonríen y se retozan con elegancia, yo siento cómo mi alma se rompe un poco con cada clic del fotógrafo. «Ahora todas abracen a la novia», grita alguien, y yo muero por dentro len…ta…men…t…e.
Reconozco que tengo alergia crónica a ser dama y no creo que sea algo que se cure. Y aunque al principio esto me hacía sentir muy mal, me juzgaban de amargada y buscaba evasivas para salir del apuro, finalmente opté por decir la verdad.
Decidí hablar honestamente con mis amigas y explicarles que un pedazo de tela no hace que las quiera más o que mi felicidad por ellas sea más genuina en ese día tan especial. Afortunadamente muchas lo entienden y ahora hasta lo toman como algo divertido para hacerme burla, porque saben que nuestra amistad va más allá de cualquier protocolo social.