Si te cuido porque te quiero y un día ya no puedo cuidarte, ¿dónde está mi amor por ti? Este texto reflexiona sobre ser cuidadora en la pandemia y cómo los roles en las familias van cambiando.
Por: Laura Verónica Salgado Benítez
En casa siempre habíamos sido tres.
Desde que mis papás se separaron, nos convertimos en M, V y L: mi abue, mi mamá y yo. El pequeño departamento se cultivaba entre esa tríada, la nuestra, lo que implicaba que la procuración del espacio, los vínculos y la construcción del hogar surgía de y para mujeres.
Me tomó bastante comprender lo que esto significaba más allá de las paredes de nuestra casa. La mayor parte de mi vida, la dinámica era simplemente eso, la cotidianidad que teníamos y nos permitía continuar cada día. Mi mamá y mi abue se repartían mi cuidado (y el suyo), mientras yo podía dedicarme a ser niña, luego no-tan-niña y después casi adulta.
Durante más de 20 años me llenaron de un inmenso amor que decidieron demostrarme –en parte por un auténtico deseo, pero también porque así aprendieron desde sus historias particulares– a través de acciones para procurar mi bienestar, estar al pendiente de mí, expresarme su cariño, cubrir mis necesidades y acompañarme cuando lo necesitaba.
Nunca dudé de sus afectos porque los reiteraban en cada acción y más de una vez los hicieron explícitos: te cuido porque te quiero, y si te quiero, quiero que estés bien.
Así me convertí en cuidadora en la pandemia
Hace un par de años, por razones de mi edad y sus propios padecimientos, el esquema se modificó un poco entre mi mamá y yo.
Una noche adquirí el título de su “familiar responsable” ante el sistema de salud mexicano y a partir de entonces, las labores de cuidado se invirtieron ligeramente.
El cambio no fue drástico, afortunadamente el episodio tuvo tratamiento, mamá continuó con su trabajo como profesionista y mi abue siguió como principal encargada del trabajo doméstico.
Pero a partir de esa primera crisis, incursioné en una actividad que hasta antes no había sido tan consciente: poner la mirada constante en mamá, en lo que podría pasarle, lo que tal vez necesitaría y lo que me tocaría hacer por ella en los escenarios venideros de la enfermedad. Te cuido porque te quiero, y si te quiero, quiero que estés bien.
Ese sentimiento de sutil vigilia se extendió a mi abue, aunque con menor intensidad (afortunadamente su salud era estable) y mantuvo un nivel que consideraba normal. Así transcurrieron los días, hasta que el mundo dio un nuevo vuelco y a finales de marzo del 2020, el gobierno finalmente declaró que había que hacerle frente al Covid-19. Cuidarnos para enfrentarlo, porque no podíamos detenerlo.
La pandemia y el miedo
Ahí comenzó la avalancha del miedo. Tanto mi mamá como mi abue son parte de las personas que son más vulnerables a Covid-19 y, aunque podíamos mantenernos en casa, sentí que la enfermedad en cualquier momento se presentaría. Y no podía dejar que eso sucediera. No podía permitir que eso les sucediera.
La pandemia se volvió una situación extraordinaria que ha resaltado aún más claramente –de forma lamentable y urgente, con miles de muertes a cuestas– las condiciones que prevalecen todos los días.
La injusticia social y la opresión, no son un mero recurso de “retórica divisionista”, sino realidades materiales que condicionan cómo se vive el coronavirus, cómo se hace frente a la enfermedad y cómo se experimenta la muerte. Un hecho revelador es que 70% de las mujeres que han fallecido por coronavirus eran amas de casa.
Y esta realidad fue la que me hizo saberlo: tenía que ser la cuidadora, quería serlo. Aunque ninguna de ellas me lo pidió, el pensamiento se incrustó en mi cabeza y también la obligación que se me revelaba como casi inherente.
A ellas les tocó, a mí toca, a todas nos toca. No porque sea nuestra naturaleza ni porque para eso “estamos hechas”. Nos toca porque el mundo hace que nos toque, en algún u otro momento, queramos o no, podamos o no.
La necesidad de controlar
En la vida, suelo aferrarme a creer que tengo la posibilidad de decidir y determinar rumbos, que así no hay lugar para el desconcierto. El problema es que en esta situación ese “todo” en control se convirtió en “nada”.
Si no podía controlar lo que sucedía afuera (el peligro), tenía que poder resolver por completo lo que sucedía dentro de nuestro hogar. Aunque mi desempleo me desesperaba, también me permitía atenderlas, revisar lo que hiciera falta, encargarme de que se resolviera.
Además de mantener la limpieza y el orden, empecé a necesitar estar segura de que hacía todo lo que podía: administrar y supervisar el tratamiento médico de mi mamá, ir al hospital, recibir su medicina, buscar doctores, surtir la despensa, conseguir caretas, abastecernos de gel, mantener al día los servicios, intentar que los padecimientos preexistentes se mantuvieran estables ante el temor de ir a un hospital…
Por otro lado, necesitaba trabajo y las múltiples entrevistas sin resultado solo aumentaban mi frustración. Cada día me cansaba más, estaba enojada –¿por qué están en riesgo, por qué siento que su salud y su vida dependen de mí, por qué no quiero hacer nada, por qué tengo que hacerlo todo? –, me desesperaba vivir en la duda, me entristecía saber de las muertes diarias, del sistema de salud colapsando. Estaba rebasada.
El cuidado, aún si hay amor, cansa
No era que las labores fueran extenuantes físicamente, sino que el agotamiento siempre me llevaba a la misma conclusión fatal. Estamos solas, somos nosotras tres contra el mundo, y aunque contemos con personas que nos quieren y podrían ayudarnos, la tarea es mía, ellas dos son mi familia.
¿Qué clase de hija y nieta sería si no lo hiciera, si no quisiera? Porque así nos han enseñado que deben ser las dinámicas en la familia y por mucho que una quiera combatirlas, a veces cuesta desaprenderlas.
Las nombra Alejandra Eme Vázquez (y las dice muy bien), apenitas comienza su gran ensayo sobre los cuidados y el trabajo doméstico: “Las dinámicas de las que no se habla porque nos han enseñado que lo que se hace en privado se hace por voluntad, por afecto y por costumbre”.
Ahí la culpa aumentaba. Lo que sucedía en nuestro departamento era uno más entre miles de casos, muchos en peor situación: debía agradecer por al menos tener la posibilidad de cuidarlas). Y al ser algo privado, poco a poco se convirtió en un tipo de enclaustramiento que no limitaba solo la movilidad de la vida, sino mis sentires.
Se vale estar cansada
¿Qué significaba mi cansancio y mi desgano en relación con mi amor por mi mamá y mi abue? Posiblemente algo terrible. Debía poder hacerlo, debía querer hacerlo. Por voluntad. Por afecto.
Sentir que no podía me llevaba a pensar en una falta de compromiso, como si mi cariño por ellas se pusiera a prueba y yo estuviera fallando. Si ellas me habían cuidado, criado y amado desinteresadamente, era mi turno de probar que era recíproco al hacerme cargo de ellas, sin dudarlo ni resentirlo.
También me cuestionaba al conocer escenarios distintos, donde las abuelas por ejemplo han tenido que hacerse cargo de sus familias en la emergencia, pues la dinámica familiar y las condiciones de vida lo determinan así. ¿Quería entonces intercambiar las labores como antes? No, esa no era la respuesta.
Repensar, no abandonar los cuidados
Creo firmemente que la solución no está en abandonar los cuidados. Para mí, toda relación que establecemos con voluntad requiere de un compromiso de cuidado mutuo, que no siempre significa dar 50/50.
Pero su raíz es comprender que la responsabilidad con la otra persona no tiene por qué significar el sacrificio constante e inapelable. La decisión se transforma: ¿cómo desaprender el cuidado que deriva de una obligación impuesta para darle paso al cuidado que proviene y se comparte desde la responsabilidad, el cariño y los límites adecuados?
En mi caso, tener a mi cuidado a mi mamá y a mi abue me hizo notar que no podía solo decidir borrar mi vulnerabilidad y fingir que no existía. Lo intenté por varios meses y lo único que conseguí fue estar al borde del precipicio, tan asfixiada que deseé no volver a sentir.
Cuando me di cuenta de que mi fortaleza autoexigida acabaría evitando que protegiera precisamente a quienes más quería, pedí ayuda. Afortunadamente, mi red de apoyo pudo brindármela, y eso es lo quisiera recordar.
Necesité aceptar y entender que ser susceptible y pasar por un período de debilidad no me hacía una “mala” protectora, solo representaba que yo también necesitaba cuidado; no del mismo tipo, sino uno propio.
Los cuidados no deben ser una tarea solitaria
Hablar de cuidados implica hablar de la estructura en la que nos encontramos y cómo las relaciones insertas en ella nos permiten o no cuidar, con cuánto apoyo, con qué recursos.
Siempre nos queda recordar que nuestras redes pueden salvarnos, aligerar el peso que se ciñe en cada una; pero al mismo tiempo, es posible reconocer que requerimos de un sistema de salud que priorice los cuidados.
Uno que no responda solo a la reacción ante la enfermedad, sino que brinde el respaldo necesario para que procurarnos sea una constante, un trabajo reconocido y no una tarea en muchos casos solitaria que imposibilita la vida digna para quienes requieren cuidado y quienes cuidan.