Darnos cuenta de que nuestra madre es una persona independiente de nosotras es una parte importe de crecer como feministas. Con este testimonio Andrea Chuc nos confiesa: la cuarentena cambió mi relación con mi mamá.
Por: Andrea F. Chuc Huitz
Como les ocurre a muchas mujeres, la relación con mi madre siempre ha sido complicada. A veces siento que es porque nos parecemos tanto y chocamos. Otras, porque somos tan distintas que no somos compatibles.
Sea cual sea la razón, me ha tomado años buscar la manera de llevarnos sin que nos lastimemos (más). Creo que mucho del peso caía en que no tenía idea de cómo llevarme con ella sin pensarla como nada más eso: mi madre, mamá, mami, progenitora.
La pandemia nos obligó a convivir
Durante la contingencia, mi madre trabaja una semana y descansa otra, mientras yo me quedo intentando hacer home office.
Cuando me di cuenta de que estaríamos pasando mucho tiempo juntas sin la mediadora oficial, mi hermana, entré en pánico y supuse, dramáticamente, que sería el fin de la poca estabilidad que habíamos alcanzado en nuestra relación.
No resultó así.
Tampoco diré que desde el primer día congeniamos y ya todo había cambiado entre nosotras. Al principio fue difícil porque ambas nos dimos cuenta de que teníamos que acomodar nuestras rutinas y nuestras presencias. Pero, con el paso de los días, me adapté a la idea de pasar tiempo con ella, y lo más importante, a disfrutar de ese tiempo.
Empezamos por lo práctico, compartiendo los desayunos y los almuerzos, discutiendo ideas sobre lo que habríamos de comer toda la semana (esto fue particularmente complicado ya que las tres personas que vivimos en mi casa no pasamos tiempo juntxs entre semana).
También reorganizamos las tareas de limpieza y otras responsabilidades; me motivé a cumplir con mi parte y un poco más, un tanto por necesidad y otro tanto para mantenerme distraída del tedio y tristeza que me produce la cuarentena.
La cocina como espacio para encontrarnos
Después de los ajustes de las primeras semanas encontramos nuestro espacio: la cocina. Este lugar siempre me ha parecido simbólico por aquello de las transformaciones y procesos.
No me extrañó que a través de infinidad de recetas de galletas, scones, pizzas y panes en general, nosotras también pasáramos por un proceso de redefinición de nuestra relación.
Los días pasaban y entre claras y yemas separadas, entre mimosas al medio día, Daddy Yankee para cocinar y Duffy para almorzar, la íbamos pasando mejor de lo que esperaba.
Ansiaba al día siguiente para saber qué complicado pan cocinaríamos o cuál de mis recetas de galletas perfeccionaríamos. La sola idea de platicar de cualquier cosa y bailar en la cocina me parecía genial.
A este ritmo Teresita y yo empezamos a hablar, y no solamente cosas triviales a las que estábamos acostumbradas: hablamos de nuestra familia, de las cosas que yo quería hacer en la vida, incluso de viejos amores (¡de ambas!).
Las semanas que iba a trabajar la esperaba para almorzar juntas y contarnos lo que hicimos en el día, lo que comimos y casi siempre horneábamos algo después de comer.
Claro, no todos los días eran buenos y a veces nos irritábamos mutuamente; pero eran más los días felices, los días de contarnos las cosas que nos gustaban y que, sorprendentemente, no sabíamos la una de la otra.
Las mamás también son personas
Con los meses caí en cuenta de lo obvio: esta mujer es mil cosas más y yo llevaba toda una vida centrándome en su papel de madre. Tenía frente a mí a alguien que fui conociendo mejor a través de las pequeñas cosas diarias y que percibía que ya no tenía miedo de dejar caer esa barrera que, por muchos años, impidió que conectáramos.
El momento clave de la nueva confianza fue la tarde en que decidí decirle que soy bisexual. De todas las personas que conozco, mi mamá era a la que tenía más miedo de decirle mi orientación, pero también la que más me interesaba que supiera sobre esto.
Con los días más relajados y la significante mejora de nuestra relación ya no tenía miedo de decirle.
O eso creí.
Sucedió obviamente en la cocina, y después de soltarle un poco-premeditado “¿sabías o te imaginabas que me gustan las mujeres también?”, Teresita procedió a hacerme algunas de las preguntas más bifóbicas que había escuchado, pero sin mala intención.
No me lo esperaba, pero ella estaba tratando de entender la situación a través de su curiosidad: “¿cómo lo supiste? ¿has tenido novia? ¿tus novios lo sabían? ¿entonces tú sabes cuando otra mujer también es así?”. Y lo mejor es que fui honesta en todo lo que respondí, que si hubiera sido hace 6 meses, otro cuento sería.
Este momento de curiosidad y aceptación elevó la confianza y el cariño que le tengo a esta mujer. Ya no fue solamente decirle a mi madre, fue decirle a mi amiga, a mi compañera de días de encierro. Claro que tenía miedo de que nuestra relación retrocediera, pero no, a los 3 días ya estaba haciendo bromas sobre salir del clóset.
La relación con mi mamá es conocernos y reconocernos
No creo que esto hubiera sido posible sino me hubiera abierto a la posibilidad de estar más tiempo con ella y sobre todo de disfrutarlo.
Disfrutar de sus historias de cuando era joven y todos los hombres que la querían enamorar, de su obsesión con las cafeteras y teteras, de su manía de limpiar todo lo que estuviera a su paso, incluso disfrutar de sus inesperadas y a veces desagradables instrucciones: “cuando yo ya no esté, no se te olvide pagar la tarjeta de crédito y cancelar la de Costco”.
Aún hay días malos, días en los que no sé cómo vivir con su falta de filtro al hablar o mis reacciones bruscas. Tengo mal carácter, dice ella; tenemos le digo yo.
Pero, incluso en los días en los que sus actitudes me resultan absurdas y sus regaños intolerables, he tenido más paciencia y sé que ella también la tiene conmigo; siento que ya no nos damos la espalda y por el contrario, afrontamos lo que no nos gusta de la otra.
Hace unos años, en un círculo de reflexiones feministas, una amiga comentó que sí le interesaba la sororidad y tejer redes pero que su prioridad era sanar la relación su mamá.
En ese momento me sentí identificada y pensé que era algo que quería poner en práctica… solo que nunca creí que tendría que existir una pandemia (4 meses y contando) para que me tomara el tiempo de llevarlo a cabo.
En este punto me cuesta creer que no me haya tomado la molestia de conocerla a fondo, de comprenderla y escuchar todo lo que tiene que decir. Supongo que eso nos pasa a todxs en algún momento, creemos que la maternidad es lo único que atraviesa a una mujer y escogemos ignorar.
A veces por comodidad, a veces por miedo, que puede ser solo una parte -muy chica, muy grande, dolorosa, amorosa, difícil, tediosa, dulce o muchos adjetivos más porque ni siquiera el amor maternal es estático- de lo inmenso que son las mujeres a quienes llamamos mamás.
Amiga y mamá
En cuanto a lo nuestro, en otro momento hablaría por ella y diría que también ha percibido este cambio, pero ahora, prefiero preguntarle. Lo que estoy casi segura de que diría es que no le gusta que el internet sepa de ella y tal vez haría unas cuantas críticas a mi forma de expresarme. Y tendría razón, porque la mujer es casi un experta en eso de la redacción.
Esto es solo un poco de lo que han sido los días que he pasado con Teresita, mi nueva amiga, mi madre. Me alegra decir que estas facetas ya no están peleadas.
No sé cuánto tiempo más estemos así, pero ya no me molestarían otras semanas juntas hablando de trivialidades, quejas o más confesiones. Por el contrario, cada día siento, como diría Bill Whiters en una de las muchas canciones que son el soundtrack de nuestra cuarentena, just one look at you and I know it’s gonna be a lovely day…