Cuando tú cambias, pero tu familia no; cómo aprendí a convivir sin sentirme excluida

Foto. Daria Litvinova

Hace un tiempo mi familia me expresó, con preocupación genuina, que había cambiado. «Ya no eres la misma de antes», me dijeron. Yo me quedé en silencio y evité la confrontación.

Esos días me quedé reflexiva. ¿De verdad había cambiado? No tenía que ver con mi forma de vestir o con mi nuevo corte de pelo (que, por cierto, al ver el resultado, no sé qué me dolió más, si el ego o el bolsillo *snif*). Tampoco era mi nuevo interés por la meditación o mi reciente adherencia al feminismo. Tampoco era que había dejado de fumar (aunque luego recaí en ese asqueroso hábito, pero esa es otra historia) o la persona que había elegido como compañero de vida. Era todo junto y mucho, mucho más.

Y entonces me di cuenta: ¡Por supuesto que había cambiado! Había cambiado de un montón de formas distintas y no entendía por qué eso estaba mal para mi familia.

Mi primera reacción fue indignarme y darme oficialmente por ofendida. Entonces decidí hacer un ejercicio de reflexión sin juicio (¡qué difícil!) y tratar de entender por qué tenían esa opinión.

Códigos invisibles

Las familias tienen sus propios códigos, conductas, estilos e ideología que las caracteriza. De esta manera, cada persona que la integra se siente parte de un grupo, una comunidad, un clan. Hay códigos muy sencillos, como frases o referencias que todos en la familia tienen incorporadas y que les distingue de otras. En mi familia, por ejemplo, cuando alguien menciona cualquier gag de Les Luthiers (magnífico conjunto de humoristas argentinos), absolutamente todos, desde la abuela a los primos más jóvenes, sabemos de qué se trata.

Es divertido porque, aunque estemos regados por el mundo (literalmente), cuando nos reunimos o hablamos, suele salir a colación alguno de esos viejos chistes. Entonces la carcajada colectiva estalla y todes nos sentimos parte de algo. Disfruto enormemente esos momentos.

Sin embargo, hay que reconocerlo, a veces me encuentro con situaciones raras. Esas donde ya no disfruto la convivencia con mi familia. Existen algunos códigos, ideas y pensamiento con los que no comulgo y no me hace feliz replicar.

Lo que sucedió es que en los últimos años me volví más reflexiva de mí misma y mi propio constructo de identidad y creencias. En lo personal, me parece un ejercicio sano el cuestionar permanentemente tus propias creencias y reevaluar si donde estás ahora es por donde quieres seguir, o no (¡y qué carajos!, a cambiar de plan si es el caso).

Detox de costumbres

En ese ejercicio, encontré que muchos de esos comportamientos no son invento mío, sino réplicas exactas de comportamientos de mi mamá, que a su vez los replica exactamente igual de su madre, y que las tías y tíos también tienen, y las primas y primos, y así ad infinitum. Son comportamientos que decidí que no me gustaban, que no me parecían valiosos, y que no quería que me identificaran ni mucho menos sentirme identificada con ellos.

No es fácil dejar patrones de comportamientos que nos acompañan desde generaciones atrás. En mi caso, he tenido que hacer un esfuerzo consciente de darme cuenta cuando estos surgen en mí, para tratar de no seguirlos replicando. Hasta que simplemente no aparezcan más, ojalá.

Procuro no juzgar esos patrones como buenos o malos, sino que simplemente ya no me hacen sentido. Y creo que eso no está mal.

Adaptarse sin corromperse

Cuando dejas un comportamiento, surgen otros nuevos, Y sí, tiene que haber un nuevo aprendizaje después del proceso de «desaprender» y, cuando eso pasa, es entonces cuando la familia siente que «cambiaste» (pero si antes nos gustaba tanto ser como ellxs, ¿qué pasó?).

En ese punto aparece un quiebre en la anteriormente cómoda sensación de formar parte del clan. Las familias se preocupan genuinamente, sienten que pierden a alguien del equipo, sienten que tuvo que haber alguna influencia externa (¿qué otra cosa, si no?) y sienten que eso no está bien. Pero esa actitud pone el cambio como algo negativo. ¡Como si no fuera suficientemente aburrido permanecer siempre igual y no cuestionarse nada!

Con el paso de los años he aprendido a no engancharme en discusiones con mi familia, no me interesa tener la razón sobre nada ni mucho menos convencerles de mi visión particular. Prefiero una convivencia amorosa, donde los intentos de recriminación, juicios y reclamos hacia mí, pasen de largo. No siempre lo consigo: A veces todavía me siento mal por algún comentario inapropiado, o peor aún, termino cayendo en alguno de esos comportamientos que tanto insisto en que no me gustan.

Quizá es por lo que disfruto tanto vivir lejos: Así, cuando nos vemos, nos abrazamos con cariño y nos ponemos al día, con un buen vaso de vino (más bien varios) y una charla prolongada repleta de chismes y carcajadas; la crítica por el nuevo tatuaje, entonces, se vuelve irrelevante.

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