«Y yo me quedo con esa melancolía irremediable que todos sentimos después del amor y al fin del partido», Eduardo Galeano.
Me declaro fanática del futbol americano. Puedo dejar de ir al cine con mis amigas, pero no me pierdo los partidos de la NFL. También cocinar dos horas solo para disfrutar más un encuentro de los Dallas Cowboys (mi equipo favorito), o perder un domingo soleado encerrada en mi casa si hay buenos juegos. Afortunadamente, esto solo ocurre por unos cuatro meses al año.
Mi historia de cómo me hice fanática del futbol americano me lleva a querer pertenecer. Y no se trata de esa sensación adolescente de no tener amigas o desear mucho estar dentro de un grupo social. La realidad es que yo en alguna época no me sentía nada identificada con mi padre. Siempre pensé que era machista y que prefería más a mis hermanos que a mí. Los domingos con él eran estar frente a la televisión viendo deportes (desde que amanecía hasta que anochecía), algo que a mí no me atrae tanto.
Si había un deporte en particular que él y mi hermano veían sin falla y con emoción desbordada, ese era el futbol americano. Al principio no entendía nada. Yo no veía deporte ni emoción ahí, eran solo un montón de hombres musculosos peleándose por un balón ovalado. Sin embargo, yo quería entender y mi hermano se desesperaba al explicarme. Y sí, las reglas son complejas. Entonces empecé a notar que a mi padre le gustaba que me motivara este deporte, que le quisiera entender y comenzó a explicarme regla por regla.
No puedo decir que las sé todas, pero no me quedo con cara de signo de interrogación cuando hablan de un safety, una conversión, una intercepción, un touchback. Esos días hasta me dan más ganas de comer alitas que de costumbre, de gritarle a la pantalla y se me sale el gringo que llevo dentro, pero eso sí, jamás me pongo un jersey.
Un punto de encuentro
Cuando me fui a vivir sola, mi padre se enojó muchísimo. Simplemente no entendía por qué quería dejar la casa (no me había peleado con ellos o con mis hermanos, tampoco era por irme con una pareja o para estar más cerca del trabajo).
Me dijo que no me podía llevar nada que yo no hubiese comprado con mi dinero y que no me daría ni un peso. Esto para que me enterara de que costearme la vida no era tan fácil como yo pensaba. Pese a su molestia, comprendió que no me fui por llevar una mala relación con él y con mi madre, sino simplemente por avanzar en mi vida.
Con el enojo que sentía por no creer que yo fuera capaz de mantenerme con mi trabajo, nos dejamos de ver un tiempo. Como les ocurre a muchas personas que dejan la casa donde crecieron para independizarse, después de esa pequeña crisis, la relación con mi papá mejoró. Nos veíamos muy poco y tal vez eso ayudó a extrañarnos más. Luego el pretexto para reunirnos fue el futbol americano.
Como yo no tenía televisión ni mucho menos cable, él me invitaba a ver el partido de los Cowboys. Ese ritual dominical era motivo para preparar la botana, para hablar de lo que había hecho en la semana, de cómo me iba en el trabajo y, obvio, analizar las estadísticas de la NFL.
El fanatismo también se hereda
Mi padre no ha dejado de ser él, pero sus domingos ya abarcan más cosas que solo ver deportes. Ya tampoco nos reunimos exclusivamente para ver los partidos de los Cowboys, los playoffs o el Super Bowl. Logramos tener mejores pretextos. Ahora yo prendo mi computadora cada domingo para ver los juegos de la temporada en mi casa, me heredó su fanatismo.
Irónicamente, para los aficionados al deporte, los triunfos ajenos les dan alegrías propias. Que el equipo que te simpatiza gane es como haber hecho algo bien en el día, aunque en realidad solo pasó el tiempo frente a la televisión. Para mí, ese ritual se convirtió en la mejor forma de conectar con mi papá.