Hay cosas que no entiendes hasta que te pasan. Situaciones que superan toda lógica y parecen improbables, pero que cuando comienzas a hablarlas y notar qué más personas pasan por ellas, van adquiriendo sentido.
Eso me pasó a mí cuando sufrí abuso sexual de niña y luego me tardé más de 15 años en decírselo a mis papás y confrontar a mi abusador.
Recuerdo que la primera vez que se lo conté a alguien tenía como 19 años y fue en un bar, mientras tomaba una cerveza con un amigo al que hace mucho no veía. De alguna forma el tema salió a colación y yo solté la experiencia más oscura de mi vida como si fuera la cosa más casual del mundo: “Un primo abusó sexualmente de mí cuando estaba chica”.
Las palabras salieron flotando de mi boca sin titubear. Era la primera vez que las escuchaba en voz alta y emergieron con fuerza. No sentí que el corazón se me apachurrara ni entré en pánico. Simplemente las dije y enseguida supe que había abierto una poderosa puerta para sanarme. Sin embargo, pasarían al menos un par de años más para que me animara a hablar de ese tema otra vez.
Actuar con «incongruencia»
“Fue hace muchísimo tiempo, ya no tiene caso” y “No quiero armar un drama familiar” eran algunos de los argumentos que pasaban por mi mente cada vez que sentía ganas de sacármelo del pecho. Sin embargo, mi novio en ese entonces me dio el empujoncito que necesitaba y finalmente se lo confesé a mis papás.
No podría decir con exactitud cómo se los dije, solo recuerdo que ellos no terminaban de comprenderlo, especialmente porque nunca dejé de ser cercana a ese primo. “¡Pero si seguiste llevándote tan bien con él!”, me decían. Y sí, era cierto.
En ese entonces yo no tenía una explicación lógica para justificar ese comportamiento. Por el contrario, me culpaba aún más por haberme puesto en esa situación y por haberle hecho creer a mi abusador que yo no recordaba nada, o que él no había hecho nada malo. ¡Y se lo creyó de verdad! Porque cuando decidí confrontarlo mandándole un correo electrónico, su respuesta fue un “No tengo idea de qué estás hablando, pero si alguna vez te lastimé, lo siento mucho”.
Compartir en lo colectivo para sanar en lo personal
Para mí lo más importante de hablar sobre mi abuso con otras mujeres y conocer sus experiencias –ya sea en persona o a través de hashtags como #MiPrimerAcoso y #YoTambién– ha sido darme cuenta de que no soy la única que permaneció cercana a su abusador o que guardó el secreto durante años, y entender que no hay un comportamiento estándar para quien pasa por una experiencia así.
Tal y como explica Jessica Knoll en una nota para The Cut “El que yo haya fraternizado con mis atacantes durante lo que quedaba de mi preparatoria, e incluso en la universidad, no hace que mi caso sea sospechoso, sino de libro de texto. Y aun así –aunque este comportamiento es difícilmente anormal para tantas mujeres– es una conducta que es inconsistente con cómo pensamos que debe comportarse la ‘víctima’ de un crimen violento: rota y postrada en cama, encogiéndose como una violeta cada vez que se encuentra con su agresor por casualidad, nunca por elección propia. Pero medir el impacto de un trauma por el comportamiento de la víctima es no comprender la experiencia del abuso”.
Ningún abuso es menos válido que otro
Hoy para mí es evidente que cada herida y cada experiencia violenta tiene un efecto diferente en las personas. Hay quienes se desmoronan y no pueden esconder su tristeza, pero también estamos quienes podemos seguir con una sonrisa en el rostro mientras por dentro lloramos y temblamos de miedo.
Aprendí que no importa hace cuánto sucedió, ni qué tipo de relación se haya dado con el atacante, no podemos invalidar ni juzgar un testimonio de abuso, muchos menos esperar que quienes pasan por eso actúen según nuestra lógica. También aprendí que no existe una escala definitiva del «dolor» en este tipo de situaciones, y ningún abuso es más o menos válido que otro.
Cada quien conoce su historia y tiene un tiempo para sanar. A mí, por ejemplo, me tomó casi 20 años. Y aunque es un proceso continuo, al menos ahora puedo hablarlo sin sentirme victimizada. He tomado de esta experiencia una fortaleza que nadie puede arrebatarme.