Recuerdo como si fuera ayer la primera vez que alguien me vio completamente desnuda. En realidad, no estaba lista para esa ocasión, en gran parte porque no me sentía remotamente cómoda dentro de mi cuerpo.
Todos los días me daba una ducha sin mirar a mi figura. Me restregaba la barriga con los ojos cerrados, me enjuagaba el busto mientras apartaba mi vista a la pared. La baldosa del baño era de color beige con flores amarillas y azules. No se me olvidará nunca.
Sin embargo, me encontré en la habitación del chico que había amado desde los cinco años y pensé que no podría dejar pasar la oportunidad sin hacer algo.
Me imaginé que nos daríamos besos apasionados, revolviendo en la cama a punto de caricias y cosquillas. Pero mi pretendiente tenía más experiencia que yo y en pocos minutos nuestra ropa estaba cayendo al suelo. Entre más crecía el bulto de camisas y pantalones y medias, más crecía mi ansiedad.
Como si fuera instinto, mis brazos se convirtieron en mis barreras. Las usaba para tapar mi barriga. Las usaba para tapar mi pecho. Mis dedos se volvieron vendas que ocultaban cada estría y pedacito de celulitis. Vivía en vergüenza perpetua por mi cuerpo, y estaba segura de que si este chico veía mis “defectos,” me echaría de su cuarto con asco, lamentando el gran error que había cometido en invitarme a su hogar.
Basta decir que no fue una experiencia particularmente agradable para ninguno de los dos. No perdí mi virginidad esa noche y no la perdería por muchos años más. El miedo que le tenía a mi cuerpo —gordito, imperfecto, vasto— me perseguiría cada vez que una oportunidad romántica o íntima se me presentara. Más de una vez llegue al punto donde el próximo paso tenía que ser la desvestida, pero más de una vez corrí.
Cuando le cuento estas historias a mis amigos, a muchos les gusta reflexionar sobre mis miedos. Tal vez no estaba lista para tener sexo cuando era adolescente. Tal vez quería tomar mi tiempo. Tal vez no quería perder mi virginidad hasta encontrar a mi futuro esposo o esposa. Tal vez le tenía miedo a ser vulnerable. Tal vez era un poco conservadora. Fui criada por una madre bastante católica, después de todo.
Pero no es cierto. Desde los 15 años, mi curiosidad sobre el sexo empezó a crecer. El problema es que mi cuerpo también empezó a crecer, y crecer, y crecer. Se me hacía demasiado difícil percibir a una figura como la mía como algo deseable. Mis culturas (estadounidense y colombiana) me habían enseñado desde muy joven que cuerpos como el mío eran un problema. Eran emblemas de fracaso personal.
El mejor consejo
Fue a los 20 años que recibí el consejo que me cambiaría la vida. O, por lo menos, la vida íntima. Estaba viviendo en España con una compañera de cuarto progresista, sin disculpas por ser una persona sexual y de mente completamente abierta.
Cuando conocí a un nuevo chico que me encantó inmediatamente (y a quien yo le parecía encantar también), un impulso familiar invadió mi cuerpo, pero junto con esa sensualidad llegó el miedo. ¿Qué pensaría de mi barriga? ¿Mi trasero —con celulitis más abundante que los cráteres de la luna— lo asustaría? ¿Se burlaría de mí a primera vista o de los rollitos que decoran mi espalda?
Cuando le confesé estas preocupaciones a mi amiga, me hizo una pregunta conmovedora por su mera simplicidad: “¿Crees que el chico no ha mirado tu cuerpo?”.
No podemos ocultar la realidad
La verdad es que no importa cuánta ropa negra o vestidos sueltos me ponga. La realidad de mi cuerpo nunca será secreta. Soy alta y gorda, no hay ni una falda en este mundo que borre esos hechos. No hay legging elástico que oculte la anchura de mi culo, o tacón que me ayude a adelgazar cinco tallas.
Es verdad que la ropa nos puede tapar las estrías, la celulitis, el acné, las cicatrices o cualquier otra supuesta “falla”, pero en cuanto al tamaño de nuestros cuerpos, no hay forma de pretender que somos algo que no somos.
En cuanto a todo lo demás, es importante recordar que no son “fallas”, sino partes de nuestro cuerpo. Son cosas que casi todos tenemos. Por ejemplo, 90% de las mujeres, globalmente, tienen celulitis.
El sexo consentido tiene muchísimo que ver con atracción. Si llegamos al punto donde la posibilidad de tener relaciones con alguien es inminente, lo más probable es que esa persona (o personas) ya haya sentido esa atracción. Ya ha analizado tu cuerpo, ya ha decidido que verte desnudx sería un placer total, una dicha, un regalo del universo, ¡una bendición!
Desde aquel momento, mi vida romántica ha evolucionado más de lo que puedo explicar. Junto con la inmersión en el body positivity y fat positivity he aprendido que nuestros cuerpos nunca deben ser causas de vergüenza. No hay ninguna característica física en este mundo que sea “defecto”, a pesar de lo que los tabloides o comerciales de dietas nos traten de enseñar.
Y si por algún motivo te encuentras desnuda en una habitación con alguien, y esa persona tiene problema con tu cuerpo, te aseguro que el problema no eres tú. El problema es esa persona, alguien que, claramente, no merece tu majestuosidad (desnuda o vestida).
Ahora mis brazos no son mis barreras, mis dedos no son mis vendas y, por lo tanto, cada pulgada de esta figura gordita disfruta de los momentos íntimos que ahora son frecuentes… ¡y emocionantes!
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