Texto y fotos. Sally Wilson
Antes que nada, una confesión: yo era el tipo de niña que respondía «arcoíris» cuando me preguntaban mi color favorito. Cuando se trata de paletas, esa misma generosidad me ha seguido hasta la adultez. En los días calurosos me encontrarás hipnotizada frente al refrigerador de la paletería local, intentando elegir entre maravillas congeladas como sandía, jamaica y mango con chile. Sin embargo, lo que me falta en poder de decisión lo compenso con entusiasmo, porque en un día de calor en México no hay nada que se me antoje más que una paleta helada: una de cada una dentro del espectro de colores, por favor.
Para mí la comida mexicana se trata tanto de simplicidad como de complejidad. Complejidad que existe en las capas de especias cocinadas lentamente entre la carne; en las diferencias regionales que van desde chiles rellenos hasta dulces, y en las formas y tamaños del pan dulce que se exhibe en las repisas de las panaderías a través del país. Simplicidad que aparece en la forma de alimentos naturales como aguacates, una mazorca de maíz, y en un vaso lleno de mango rebanado; en el confort de unas tortillas calientes, de quesadillas con flor de calabaza deshidratada, o de una paleta perfectamente rectangular y lista-para-comerse.
La primera mordida a una buena paleta helada destapa un secreto: llamémosle verano o nuestra memoria colectiva de todos los veranos –los que han pasado y los que están por venir–. Intenta comer una paleta sin sonreír o sin al menos bajar el ritmo y relajarte un poco. Cuando lo piensas, una paleta es un elemento bastante poderoso para ser esencialmente agua o leche congelada, azúcar y saborizante, todo junto y concentrado en un palito. Comer una, evoca la simplicidad de las profundidades en un mundo complejo, y nos permite, pues, chuparla por un rato.
Desarrollé mi gusto por las paletas en el centro de Querétaro, donde viví a principios de este año. Me levantaba, me asomaba por la ventana y me preguntaba si era un-día-de-paleta. Invariablemente era justo eso: un-día-de- paleta. Incluso en el invierno, el clima en Querétaro se calienta lo suficiente para derretir hasta los dulces más congelados, algunas veces más rápido de lo que puedes comerlos. Entonces, por la tarde caminaba a la Paletería y Nevería Colonial y ponía a prueba la paciencia de todos mientras yo debatía los pros y contras de fresa versus coco versus limón.
Rápidamente me convertí en un cliente frecuente. Otros clientes frecuentes eran más rápidos a la hora de elegir. Yo observaba cómo los adolescentes llegaban después de la escuela y salían mordiendo, chupando y sorbiendo sabores como arroz con leche, piña y nuez rallada. Una persona de la edad de mi abuelo iba dos veces a la semana por una paleta de cajeta, que saboreaba casi filosóficamente mientras veía la telenovela en la esquina del local. Luego estaban los que iban a La Colonial por la especialidad de la casa: mantecado –vainilla, canela, pasa y pequeños cubos de acitrón y calabaza, todo combinado en proporciones secretas–.
Ese sabor –mantecado– es hecho a mano por Alicia Sánchez, y para mí sabe particularmente a Querétaro. El acitrón aparece como un símbolo del semi-desierto y se sumerge junto con la calabaza en una esfera más clásica de dulzura, leche con especias y pasas. Quizá existe un sabor para relacionar el carácter local de cada uno de los lugares en México; digamos que la piña (colada) es de Cancún, mango y chamoy de la Ciudad de México, y el clásico fresas con crema de la casa espiritual de la paleta: Tocumbo.
Si me preguntaran de dónde viene la paleta, yo diría que fue inventada en un día caluroso de forma espontánea por la necesidad y el deseo, y que después marchó hacia la notoriedad con la aparición de la electricidad y los congeladores. Pero la sabiduría convencional dice que vienen de Tocumbo, Michoacán, en donde hay una Gran Paleta erguida en la calle principal del pueblo para demostrarlo. Yo vengo de Australia, donde tenemos la Gran Piña, el Gran Plátano, la Gran Langosta, y la Gran Lata de Cerveza, por lo que me considero fiel creyente de reclamar lo ganado y celebrar la cultura de la comida en gran escala.
El regalo de Tocumbo a la nación es, en esta época, distribuido a través de las miles –si no es que decenas de miles– de tiendas La Michoacana en todo el país. La cara inocente de una niña sosteniendo una paleta está tan generalizada como Pemex. Y ya sea La Michoacana, Flor de Michoacán u otro establecimiento independiente, las paleterías cubren México como un barómetro de auténticos deseos. Dame una paleta de agua de 14 pesos y diez minutos de tiempo libre y soy una mujer satisfecha. Y la satisfacción es la llave de todo; se derrama sobre las caras de los comedores de paleta en todos lados… En una calle en alguna parte en Yucatán, hay una pareja tomada de las manos usando cualquier mano libre para navegar hacia sus paletas coordinadas en sabor mamey. Hay familias, amigos y gente en primeras citas que caminan por los malecones de la Península de Baja California y que pasean en círculos por los zócalos de Oaxaca y Guadalajara, hablando, riendo y sorbiendo paletas mientras éstas amenazan con derretirse. El amor es un sabor que se encuentra en cada buena paleta y, por lo general, se queda hasta la última mordida.
El hecho de ser selectivo al momento de elegir a tu paletero trae recompensas. Yo quiero experiencia, popularidad y amabilidad en un paletero: una persona con un grupo de fans, estilo culto, de varias generaciones y una tienda con elevado tráfico de peatones. Alguien que hace sus paletas diario, de acuerdo a las secretas y muy codiciadas recetas, y a quien, en verano, se le agotan al menos dos sabores antes de caer la tarde. Un buen paletero nunca jamás tendrá una cara triste. Y nunca te venderá una paleta vieja ni sobre-congelada.
Es por eso que naturalmente me incliné por La Colonial, donde las puertas están abiertas los 365 días del año y la tradición de hacer paletas ha cruzado tres generaciones. Originalmente el negocio familiar consistía en un carrito de paletas, hasta los setentas, cuando se mudaron a un espacio permanente en donde han vendido paletas y helados hechos a mano desde entonces. Como consumidor es fácil asociar las paletas puramente con la brevedad, el calor y un alivio instantáneo. Pero brinca al otro lado del mostrador y verás que es un negocio rotundamente frío.
Un par de congeladores gemelos llenos de agua con sal ocupan la mayor parte del espacio en el cuarto de máquinas de La Colonial. Resoplan juntos, emitiendo una capa de niebla glacial que apenas se distingue a lo largo de las mesas donde las jarras con mezclas caseras se preparan para ser vertidas en moldes, colocadas en el océano frígido del congelador, y finalmente apuñaladas con un palito. Después de 40 minutos, cuando las paletas emergen, son amontonadas sobre charolas en pilas de entre 10 y 20 paletas de altura –como resbaladizas Torres de Pisa–, antes de ser deslizadas dentro de bolsas de plástico individuales y re-ubicadas para su venta en los congeladores al frente de la tienda.
Tú puedes convertir algo simple en algo realmente complejo. Puedes agregar licor a una paleta, rellenarla con caramelo, o bañarla en chocolate y cubrirla con trozos de galleta y coco. Sin embargo, algunas veces, los sabores frescos y naturales son todo lo que necesitas, y esa es la consagrada filosofía en La Colonial. Para sus mezclas para paletas de agua usan frutas de temporada, y para sus paletas de leche, leche bronca que se calienta en cacerolas de cobre con un clásico rango de ingredientes: quizá mermelada de fresa un día y chocolate al día siguiente. México es una nación-de-la-paleta tanto como es la-nación-del-taco, pero hay algo más extravagante, algo inherentemente innecesario acerca de una paleta que simplemente hace que se me antoje más. En todo el país –desde Sinaloa, Guerrero, Nuevo León hasta Chiapas– gente come paletas, alegre y libremente. Y eso, pienso yo, es algo a lo que hay que aferrarse.
Esta nota forma parte de nuestra alianza con la Revista Hoja Santa.
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