Hace un año entraste a mi casa sin permiso. Me quitaste todo y la hiciste inhabitable.
Hace un año tuve que recoger los pedazos de una decisión que no fue mía, Tuve que barrer la tristeza y los miedos que no me pertenecían. Tuve que ocultar la culpa debajo del tapete por el narcisismo de un hombre cobarde.
Hace un año tuve que reencontrarme en un espacio que ya no se sentía mío. Aunque te habías ido lejos, las almohadas guardaron tu olor y las paredes gritaban tu nombre.
Te habías ido lejos, pero todas las noches me despertaba porque creía que te escuchaba tratando de abrir la puerta. Cambié todas las cerraduras, pero aún escuchaba tus pasos.
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Me daba mucha vergüenza platicar de lo que había pasado. No quería que me llamaran descuidada. Tampoco quería asumir un papel de víctima o que me llamaran valiente por haber sobrevivido a convertirme en parte de las estadísticas que me condicionan por mi género.
No podía confiar en otras personas, ¿cómo iba a hacerlo si la persona que transgredió mi hogar, mi cuerpo era mi pareja? Tenía muchas ganas de huir, pero no podía abandonarme.
Tuve que aprender a rehabitarme. Entender que aunque mi hogar había sido quebrantado, no estaba roto. Debía perdonarme, decirme a mí misma que sí sé cuidarme, que soy habitable.
Entonces, saqué todo lo que no me pertenecía y lo tiré por la ventana. Sacudí la furia de las repisas porque aprendí que la venganza no es sinónimo de justicia. La única persona que podía regresar la tranquilidad a esta casa era yo. Tú aquí ya no eres bienvenido.
Y aunque no sé si esta herida algún día sane, ya no (te) tengo miedo, me siento segura de nuevo. Esta siempre fue y será mi casa, y aquí, mando yo.