Las «bodas oaxaqueñas»: entre la gentrificación y la apropiación cultural

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Kupijy Vargas reflexiona —a través de sus recuerdos, emociones y posicionamiento académico— cómo las diversas tradiciones y costumbres de las bodas en Oaxaca se han convertido en un «consumo de cuerpos y elementos culturales para convertirlas en un espectáculo».

Por: Kupijy Vargas

Mi ejercicio de escritura está atravesada por mis vivencias, por los recuerdos que me conforman y que atesoro y guardo en mi memoria. Varios de estos recuerdos provienen de mi infancia, de lo que implicaba nacer y crecer en Oaxaca, estos recuerdos ahora guían mis pensamientos y también mis cuestionamientos.

Soy una mujer mixe y uno de los recuerdos que conservo y llevo muy presente es que, durante mi infancia, presencié varias pedidas de mano y bodas, algunas por parte de mi familia, mis primos que decidieron casarse con mujeres zapotecas y mixtecas.

Otras bodas en las que estuve presente fueron de parte de los amigos yalaltecos de mis papás. Fue así como conocí varias formas de representar el amor. Cada boda o pedida de mano tenía una particularidad según la región y pueblo en donde se realizaba.

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Para escribir este texto quiero partir de uno de esos tantos eventos: una boda en la región de los Valles Centrales de Oaxaca en un lugar llamado San Pablo Huixtepec.

En esta boda mi mamá era la invitada. Estuvimos en el pueblo desde cuatro días antes para poder presenciar los preparativos de la fiesta. El día que llegamos, después de recorrer una carretera con caminos llenos de árboles, comimos en casa del novio. En el patio estaban las mesas para atender a los vecinos, familia y amigos, habían algunos regalos forrados con plástico y moños grandes color pastel.

Como es costumbre en la región del Valle, los invitados llegaban con su Guela, que eran canastas de pan, rejas de refrescos, cartones de cerveza y fruta. La Guelaguetza o Guela, como se abrevia en varios pueblos, se traduce como mano vuelta y es una expresión para dar y recibir en alimentos, atenciones o favores.

En este pueblo la Guela siempre llegaba a las fiestas con alimentos que los hombres cargaban en sus hombros y entregaban a la familia anfitriona. Como es costumbre de los pueblos de Valles Centrales, comimos hígado con huevo, pan de cazuela, chocolate, mole, tejate, nicuatole y estofado.

Por la tarde, las mujeres se arreglaron y prepararon las canastas con fruta, pan, cerveza, mezcal, chocolate, tortillas y carne cubiertas con servilletas de tela bordadas; amarraron a los guajolotes y gallinas, salieron a la calle cargando en sus cabezas las dote acompañadas de una banda.

Mi familia y yo nos reunimos con la familia del novio para después trasladarnos a la casa de la novia y así realizar la pedida de mano y cerrar de manera formal el compromiso.

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Después, caminamos entre terracería hasta llegar a un portón verde, en donde ya esperaban a los invitados y a la familia de ella. Esa tarde, en un altar a la virgen de Juquila, las familias se situaron de frente, con los novios al principio de la fila. La familia del novio, como es costumbre, entregó el mezcal, porque en Oaxaca cuando un hombre te quiere, te entrega mezcal en tus manos y la de toda tu familia; el mezcal significa compromiso y amar siempre será un compromiso.

Para mí, ese acto es una de las representaciones de amor que atesoro en mis sentimientos. Luego de la entrega del mezcal, la familia de él entregó la dote, entre risas, besos y abrazos se cerró el compromiso.

El festejo siguió toda la noche y al día siguiente la novia se preparó para salir de su casa, acompañada de las mujeres de su familia, su mamá, tías, abuelas, primas y sobrinas. La tradición que marca este pueblo en las bodas es que después de la ceremonia en la iglesia, la familia de la novia no va a la fiesta que se realiza en casa del novio, sino vuelve a celebrar a su casa sin su hija, mientras que ella celebra en la casa y con la familia del hombre que decidió amar, para este momento, los invitados y la familia bailan afuera de la casa del novio, dando vueltas con canastas, llevando en brazos a los guajolotes y repartiendo mezcal.

Otras de las costumbres que representa al Valle de Oaxaca es el baile del ropero, en donde los hombres cargan y bailan los muebles que los invitados deciden regalarles, muebles de la pareja que en un futuro se convertirán en una familia.

La calle se vuelve una fiesta y un desfile de roperos, mesas, platos, lavadoras, metates, regalos, canastas llenas de pan y fruta mientras el mezcal se reparte. Ese lugar, la música y lo que implica una boda para las familias, se convierte en una expresión de amor y compromiso pero, sobre todo, es parte de la historia de una comunidad, de cientos de personas y de muchas familias.

Las bodas oaxaqueñas como objeto de consumo y espectáculo

La historia no se puede vender, ni comprar; los recuerdos que se hacen de ese momento no tienen un signo de precio, porque esto involucra el pensamiento e ilusiones que han perdurado por años dentro de una comunidad.

Recientemente visité a mis papás en Oaxaca, por la fiesta de todos santos. Uno de esos días fui sola al centro de la capital del estado, regresaba a la parada del los colectivos (así es como se le llaman a los taxis que van fuera de la Ciudad de Oaxaca), en el camino tuve que pasar por Santo Domingo de Guzmán, una de las Iglesias que se ha convertido en un atractivo turístico. Detrás del atrio se celebraba una boda, con todos los elementos que narré anteriormente: mujeres bailando con canastas en la cabeza, una banda tocando jarabes representativos de la región de Valles Centrales, hombres repartiendo mezcal y gente bailando como su cuerpo comprendía la música.

Me pareció curioso ver tantos elementos de la boda a la que la niña había asistido, elementos que también representaban la identidad de una familia y de un pueblo, desde los jarabes hasta los hombres repartiendo mezcal.

Una de las preguntas que me hice en ese momento fue «¿qué representaba el mezcal para ellos en ese festejo?, ¿el compromiso y la alegría o solo un consumo para embriagarse?»

Me quedé observando la escena un rato y concluí que esa boda tenía un elemento que la atravesaba completamente: la pigmentocracia. Si existe este elemento entonces también existe una de las manifestaciones que académicamente se conceptualiza como «neocolonialismo».

¿Quiénes podían pagar para tener un festejo en ese espacio? ¿Todas las personas de Oaxaca tenían derecho a casarse y celebrar en ese mismo lugar? ¿Por qué las personas que tocaban los instrumentos y bailaban eran de tez morena? ¿Por qué quienes se divertían y podían pagar el lugar y una calenda que convirtieron en espectáculo eran de piel blanca? Y ¿por qué esos elementos parecían ser un espectáculo?

Parada allí volvía a mis recuerdos, a lo que vi de niña, desde donde ahora partían todos estos cuestionamientos. Me parecía necesario escribir sobre cómo el periodo histórico que pensábamos que había concluido, la colonización, sigue imperando en estos matices, como en una boda oaxaqueña que se convirtió en un concepto de consumo de cuerpos y elementos culturales para convertirlas en un espectáculo.

Quiero mencionar que este texto lo escribo desde mis cuestionamientos pero también desde mis sentimientos, lo personal es político por lo tanto también emocional y para escribir no podemos separar lo que nos causa en nuestras emociones al ver estas representaciones.

El concepto de bodas oaxaqueñas está ofertado en un mercado comercial, ofrecido al público por paquetes, construidos a partir de la apropiación cultural de una calenda, incluyendo el mezcal, la música y las mujeres bailando.

Estos paquetes ofrecen ese concepto para después tener una fiesta en el jardín etnobotánico, en donde se sirve comida oaxaqueña gourmet, alimentos que se comen dentro de la región pero servidos de manera estilizada. Quienes los preparan y los sirven, es decir, los meseros, cocineras, etcétera, son quienes sostienen con sus atenciones a esa fiesta en donde no existe la Guelaguetza, ni el acto de dar y recibir, sino que existe una monetización por los servicios. Es allí cuando el colonialismo vuelve a triunfar, convirtiendo en trabajadores a todas esas personas de la cultura en la que crecieron y nacieron, en sus propias tierras.

La reflexión aquí está en quién es el espectador y quien es el espectáculo, cuales son las condiciones económicas, materiales y de piel que colocan a cada uno de ellos en estos lugares.

Me parece interesante reconocer estas dinámicas porque las tradiciones con las cuales los pueblos crecieron se convierten ahora en una forma de trabajo para ellos, además, porque la cultura hegemónica se apropia de esto para convertirlo en una forma de trabajo y beneficio privado.

No pude separar mis recuerdos con lo que presenciaba, existen un sinfín de respuestas justificadas académicamente para responder todas las preguntas me hice, tras las cuales se pueden encontrar explicaciones dentro de los sistemas económicos y de opresión, capitalismo, globalización, colonización, clasismo y pigmentocracia.

Desde mi posicionamiento académico puedo conceptualizar esa representación en cada uno de estos conceptos, sin embargo, quiero que este texto, más que una cuestión académica, trascienda a un posicionamiento de recuerdos, sueños y emociones.

La colonización se ha transformado y adoptado, no se trata de un periodo histórico sino una forma de despojo, haciendo extractivismo no sólo de recursos naturales y de recursos naturales, sino también apropiándose de todas las ilusiones y sueños que conforman a un pueblo, despojándolas de ese valor colectivo para convertirlas en un valor individual, al que cierto grupo de personas pueden acceder mientras que quienes las sostienen son acorralados para trabajar con lo que por derecho histórico les pertenece.

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