Las mujeres encapuchadas en las marchas feministas son motivo de polémica. aquí defendemos su derecho a protestar y a representarnos a todas.
Por: Mariana Ortiz
He visto a las mejores mentes de mi generación cubrirse la cara para ir a marchar y reclamar un país en el que (ya) no nos maten.
Esas mismas caras, cuyos rasgos particulares no se alcanzan a distinguir detrás de un pedazo de tela negro —siempre negro—, han cerrado diversas facultades de la UNAM, que algunos llaman «la máxima casa de estudios», luego de la incapacidad demostrada por las autoridades para responder a denuncias por violencias perpetradas contra «sus mujeres» (dicen, sin darse cuenta del error).
Esas mismas mentes que se han cubierto la cara para cerrar la Facultad de Filosofía y Letras, para rayar con consignas feministas la columna de la Victoria Alada (también conocida como Ángel de la Independencia) y para quemar la puerta de Palacio Nacional, me abrazaron cuando denuncié a mi agresor.
Esas mentes, las mejores de mi generación, son mujeres, son estudiantes, son trabajadoras, son brillantes. Lo sé porque he compartido aulas con ellas, porque me han enseñado más que una clase cualquiera. Lo sé porque las he visto defender con su cuerpo a todas las demás, estemos ahí o no.
Esas mentes han hecho notar el digno enojo y la rabia legítima que sentimos todas. Ellas no representan las ganas de quemarlo todo, pues no son las voceras de nadie. Ellas queman todo si una de nosotras desaparece y no tienen que pedir perdón.
¿Por qué cubrirse la cara?
Medios de comunicación han usado convenientemente el término «encapuchadas» como sinónimo de «anarquistas», que a su vez se vuelve sinónimo «criminales», «delincuentes». Todo por no alinearse a los estándares de ciudadanía dictada desde las instituciones. Como si estas personas, las que se cubren el rostro, estuvieran traicionando al Estado.
Y aunque en parte lo hacen por eso, pienso que cubrirse la cara requiere de algo que ninguno de los sinónimos goza: encapucharse, cuando se trata de marchas feministas o paros separatistas, es dejar de ser una para convertirse en todas. Fundirse en el “nosotras” para olvidar el “yo”. Eso es acuerpar.
Al menos han existido 124 marchas feministas desde 2007 y 2017. En contraste, en 2019 se reportaron, tan solo de enero a octubre, 833 feminicidios. Las marchas feministas no son, en cantidad, ni la mitad de las mujeres que mataron.
Si en cada marcha hubiéramos destruido un monumento, un edificio, uno solo, borrarlo de la faz de la tierra como lo han hecho con nosotras, tan solo uno en nombre de alguno de esos feminicidios, hoy ya no quedaría ciudad ni país que habitar
Pienso al mismo tiempo en el video que circula en las redes sociales: desde hace cuatro años Yesenia Zamudio busca que se haga justicia por el feminicidio de su hija María de Jesús, que «cayó» de un quinto piso de un edificio en la CDMX.
En ese video, la madre, con el enojo más puro, dice: «Si me ven de negro, y que soy muy radical, y si hago un pinche despadre en esta pinche ciudad. ¿Cuál es su pinche problema? Me mataron a mi hija». La que quiera cubrirse el rostro y destruir esta ciudad, este país, feminicida, que lo haga.
También es resistir
Cubrirse la cara no es cobardía. Es poner el cuerpo por las demás, por las que faltan. Por María de Jesús y Fátima e Ingrid y Mara e Isabel y Abril y un montón de nombres que no se nos van a olvidar nunca y que si anoto aquí serían más páginas de las que tengo permitidas.
Cuando una de nosotras se cubre el rostro también se resiste a aparecer en uno de los tantos, miles, de boletines que se publican diario con las palabras «desaparecida», «solicitamos información acerca de su paradero», con la última ropa que vestimos, describiendo nuestras marcas particulares. Esas mujeres se resisten, y diario resistimos con ellas.
De vez en vez también aparecen los términos «infiltradas» y «provocadoras», como si no perteneciéramos al lugar en el que nacimos y las razones para protestar fueran únicamente desestabilizar al gobierno en turno, como si las demandas por violencia contra las mujeres no tuvieran años volando en el aire.
Pero tienen razón en algo: somos infiltradas para el sistema patriarcal que nos odia, sí, porque lo vamos a tirar. Y si somos provocadoras, lo somos para los machos que creen que pueden salirse con la suya, porque nunca tendrán la comodidad de nuestro silencio otra vez.
Seguir encapuchándose
Ante una realidad que trata de desaparecernos diariamente, tiene sentido que las mujeres, siempre mujeres, se encapuchen al realizar actos que muestran el hartazgo de vivir a medias, de vivir con miedo, de vivir preocupadas. Y van a seguir encapuchándose hasta que la dignidad se haga costumbre en esta ciudad y en este país.
El negro —porque siempre es negro— que portan para cubrirse los rostros es símbolo de un luto permanente en el que tenemos que aprender a (sobre)vivir. Ese negro simboliza todas las pérdidas que hemos de llevar, porque quienes se encapuchan y todas mujeres, ya no quieren —queremos— aprendernos el nombre de otra mujer desaparecida o muerta.
Y por ello seguiré viendo gustosa a las mejores mentes de mi generación, todas mujeres, cubrirse la cara por todas nosotras en la universidad, en los trabajos, en el metro, en las calles de la ciudad, del Estado de México, de cada estado, de cada ciudad.
Pues esas encapuchadas, a las que erróneamente llaman delincuentes, ya hicieron más por mí que todos los presidentes y todas las jefas de gobierno y todos los diputados y todos los senadores de este país.