Me ponga lo que me ponga ahí están, vaya a donde vaya se mueven conmigo. Si me siento, mi panza se divide en dos secciones de abundante carne: las lonjas están ahí y llegaron para quedarse.
Ignoro el momento exacto o cómo surgieron, pero recuerdo que fui la niña delgada que se “infló” de repente.
Cambios en la adolescencia
La pubertad me pegó durísimo y no en la forma en la que yo esperaba.
Anhelaba la famosa transformación de oruga a mariposa que tanto había visto en series, películas y caricaturas, donde bastaba que la nerd se soltara el pelo para volverse hermosa y aceptada.
En cambio, a mí me pusieron frenos dentales, llevaba un corte de pelo terrible; cejas de azotador, tenía la nariz desviada y aunque nunca fui obesa, tenía algunos kilos de más.
Mi abdomen era ligeramente protuberante, pero no era algo en lo que pensara, hasta que los demás empezaron a hacer énfasis en ello: la desaprobación venía de familiares y compañeros por igual.
Pasé lo que me quedaba de adolescencia siendo molestada debido a mi apariencia, llorando en los baños o en mi cuarto cuando estaba sola en casa.
A los 11 años sentía un asco profundo por mi cuerpo y mirarme en el espejo se volvió una tortura. Despreciaba cada milímetro, especialmente las lonjas. Todavía me sorprende cómo tanto odio podía caber en mi cuerpo, aún de niña.
Una primera reconciliación
Cuando me quitaron los frenos me sentí un poco mejor, luego me operaron la nariz y perdí peso, pero lo que realmente me hizo empezar a reconciliarme con mi cuerpo fue mi despertar sexual, el cual fue muy alegre y placentero.
Al desnudarme no me importaba cómo lucía, pues solo pensaba en disfrutar y ya no importaban los excedentes de carne u otros defectos.
Nunca recibí ningún tipo de crítica por mi cuerpo durante el sexo, sin embargo, las críticas y el desprecio continuaban, y venían de mí.
Llegando al límite
Comencé a hacer ejercicio cada vez más intenso y por más tiempo (hasta tres horas cinco o seis veces a la semana). No era algo que realmente disfrutara, era más bien un castigo por “pasarme” con la comida, aunque comía cada vez más restringido.
Esto me provocó un desmayo, además de lesiones en ambas rodillas que al día de hoy me provocan dolor e inflamación.
Pese a mis esfuerzos jamás volví a esa delgadez tan celebrada que alguna vez tuve.
Abandonando la batalla conta mi cuerpo
Cambié de doctor, pero no de mentalidad. Decidí preguntarle si era posible que alguien con mis características tuviera el vientre plano: me dijo que sí, pero requería una dieta muy restrictiva, ejercicio y procedimientos estéticos, ya que para mi tipo de cuerpo no sería nada fácil mantenerlo. Me dijo que podíamos intentarlo, pero no le veía caso, además, “mi peso estaba perfecto”.
De solo saber lo que costaría me olvidé del asunto. Estaba cansada de pelear, de darle importancia a un poco de carne que sobresalía. La lonja ganó la batalla, en realidad fue una victoria compartida, porque finalmente dejé de luchar con mi cuerpo.
Dejemos de juzgar nuestras lonjas
Amar las lonjas, el resto del cuerpo y nuestra personalidad no es fácil, sin embargo, es posible. En cuanto empecé a tomar terapia dejé de pesarme; de comer con culpa y de tratar de esconder la forma natural mi cuerpo.
Ahora hago ejercicio porque lo disfruto; soy precavida con lo que como, pero no hago dietas, y no trato de disfrazar que las lonjas se asoman juguetonas cuando me agacho o me siento. Ha llegado la hora de aceptarlas.