Texto. Irene Vázquez Gudiño
¿Qué tenemos en contra del olor propio? A veces se me ocurre que nos hirió violentamente y rompimos toda relación con él o quizá solo nos cayó mal y ni sabemos bien por qué, pero ahí vamos diariamente disfrazándolo.
Tengo una serie de pasajes de mi vida que he guardado con la etiqueta “sobre mi propio olor”. Están archivados por fecha, aunque quizá el primero de ellos fue el último que recordé y es de cuando tenía seis años y recibí una pulsera de regalo que contenía un cubo lleno de perfume en barra, para que yo me pudiera perfumar cada que quisiera.
Esa fue mi primicia en la labor de imponerme un olor, y todavía siento en mi nariz aquella saturación dulzona.
Descubriendo mis olores
Los pasajes de los siguientes 23 años son arbitrarios, por ejemplo, oler a ese perfume de color rosa pastel se volvió parte de mi identidad durante la infancia; sin embargo, cuando conocí a mi querida –en ese entonces odiada– menstruación, me percaté del olor fuerte y caótico que expedían ella y mis poros.
La falda del uniforme de la secundaria se convirtió en tortura: me hacía sentir expuesta, que todo mundo podía olerme. La pubertad me gritó con todas sus fuerzas que mis axilas, sangre y vulva tenían un olor propio.
Así descubrí que había una esencia instalada en cada centímetro de mi cuerpo, aunque no podía verla, tocarla, oírla o probarla. El olor empezó a causarme curiosidad, la necesidad de acercarme o de alejarme inmediatamente.
Recolectando olores propios y ajenos
Fui guardando olores propios y ajenos en la memoria, y dado que este es invisible, le puse cara a cada recuerdo de mi extenso repertorio.
Mi archivo mental se fue llenando de reinterpretaciones de la frase: “me gusta tu olor natural”, pero ¿cómo era ese olor?, ¿por qué yo no podía olerlo claramente y describirlo? Y, sobre todo, ¿por qué a otras personas les resultaba tan fácil identificar mi olor por debajo de todo lo que me colocaba, pero a mí no?
No estaba conforme con aquella idea de oler a capas y capas de lociones externas a mi cuerpo, y es que ¿a qué huelo que no sea al jabón con el que me baño, al shampoo para mi cabello, a las cremas corporales, a la barra de desodorante, al perfume, al suavizante de tela, al sellador de puntas y la crema para peinar?
Reconciliándome con mi propio olor
En los últimos meses me propuse poner a trabajar tiempo extra a mi intuición. Le pedí que fuera el mapa del funcionamiento de mi cuerpo y me guiara en la confusa búsqueda de descubrir mi propio olor.
Pasé un tiempo sin usar perfumes, me familiaricé con mis fluidos y comencé a relacionarme con ellos desde la curiosidad: ¿qué eres?, ¿es normal que te sientas, sepas y huelas así?
De esta manera me percaté que no todos los días huelo igual y que el cambio más drástico es en los días en que menstrúo (hello again my dear friend).
Afortunadamente el miedo y la vergüenza que sentí la primera vez que nos conocimos ya estaban muy lejos.
Me di una palmadita en la espalda al observar las distintas maneras en que he reaprendido a verme hacia adentro y a escanearme desde un impulso y percepción internos (aunque también hay muchas otras en que sigo siendo complaciente y me angustio por el exterior).
Desde mi primer recuerdo auto olfativo han pasado muchos años –y relaciones– para darme cuenta de que efectivamente mi cuerpo tiene por sí mismo un olor propio, un sello personal.
Todavía no sé cómo describirlo, lo pregunto a cada persona que conozco y las respuestas siguen sin dejarme satisfecha. La única certeza que tengo es que es muy mío y me gusta saberlo así: yo huelo a mí.