En defensa de Paquita la del Barrio, la cantante mexicana más irreverente de los últimos tiempos

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Paquita la del Barrio
Foto. Julio Enríquez

Paquita la del Barrio es chida. Tiene una voz inconfundible, una actitud feroz y canciones capaces de lacerar cualquier ego masculino.

Y aunque a Paquita la del Barrio se le pueden criticar muchas cosas, como que suena como una resentida, grosera o incluso misándrica, basta escuchar sus entrevistas para darse cuenta de que en el fondo es una romántica empedernida, de esas que creen en el amor a primera vista y sueltan la lágrima a la menor provocación. Y es precisamente en esa dualidad en la que radica su magia.

De la súplica al desafío

Carlos Monsiváis escribió en su ensayo «Estilos del cancionero en los teatros, las carpas, los salones, los burdeles y demás antros del saber» que el aporte de Paquita la del Barrio «se da en la cadena de los cambios (sociológicos y amatorios): de la súplica al desafío, del relato herido a la jactancia, del perdón al insulto, de la pose hierática a la pose hierática humanizada por el dolor y petrificada por el desquite… Hay canciones de Paquita que su público le pide una y otra vez. Son himnos del macho que renuncia a serlo mientras la canción lo humilla, de las sufridas mujeres ya enfadadas con el sometimiento, de los renuentes a oír las letras que, de súbito, ofrecen la sorpresa que desemboca en la risa, la risa que asimila la provocación».

Una forma de terapia

Cuando mi mamá se separó de mi papá, los discos de Paquita la del Barrio comenzaron a aparecer en casa y en el auto (por recomendación de su psiquiatra). Mi madre las escuchaba con un sentimiento agridulce que combinaba algo de enojo, pero sobre todo diversión, porque aunque jamás me habló mal de mi padre, entre risas no podía evitar soltar bien fuerte un “¡¿Me estás oyendo inútil?!” y “¡Rata de dos patas!”.

Para mi mamá, Paquita la del Barrio fue una poderosa terapia musical, una forma de depurar el coraje y el dolor que sintió  al verse traicionada. Una forma de recomponerse cuando todo lo que conocía como cierto parecía haberse ido a la basura.

Una vida de disgustos

Y es que si alguien sabe de desilusiones amorosas y traiciones por parte de los hombres, esa es Francisca Viveros Barradas, o sea, Paquita mailob.

Primero porque tuvo un padre ausente que nunca se interesó en ella. Luego, a los 15-16 años, la cantante originaria de Veracruz comenzó una relación con un hombre casi 30 años mayor que ella que, por cierto, era casado. Paquita se convirtió en “la otra” y junto con él tuvo dos hijos. Eventualmente, harta de ser la tercera en discordia, decidió abandonar a su galán para ir en busca de nuevas oportunidades.

Años después, Paquita conoció a un hombre llamado Alfonso Martínez, que se convertiría en su esposo y en el «amor de su vida». La vida parecía ir bien –a pesar de las parrandas y desapariciones itinerantes de su marido– pero tras 25 años de matrimonio, la llamada “Reina del Pueblo” descubrió que Alfonso no solo le había sido infiel durante 15 años, sino que además tenía otra familia…

Y el resto es historia. De hecho, cuenta la leyenda que Alfonso es el famoso “inútil” al que Paquita tanto le habla en sus canciones.

Símbolo de empoderamiento

Con sus letras, que hablan de reivindicarse y romper con la dependencia hacia los hombres, Paquita la del Barrio ha empoderado a muchísimas mujeres dotándolas de una fuerza e irreverencia que rompe con el cliché de la mujer sumisa. Y en un país como México en el que el 70% de las mujeres han sufrido violencia física y/o sexual alguna vez en su vida a manos de una pareja, su mensaje de independencia es más vigente que nunca.

Ni en la vida, ni en sus canciones, Paquita la del Barrio ha pretendido mostrarse como una mujer perfecta o infalible, pero sí como alguien que aprende de sus errores.

Y así como los hombres tienen a sus machos bien machos que cantan rancheras sobre desamor y despecho en las cantinas, nosotras tenemos a Paquita para recordarnos que está bien perder la compostura, que está bien sentir dolor, que está bien decirle a ese vato culero que te lastimó que ahora estás mejor sin él y, de paso, mentársela de vez en vez al grito de «animal rastrero» en el karaoke.

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