La primera vez que hablé con mi papá sobre feminismo fue hace como un año. Recuerdo que la conversación surgió en torno a un par de artículos al respecto que leyó en Malvestida (porque sí, mi papá lee Malvestida). No necesariamente estuvimos de acuerdo en todos los puntos, pero conversamos, nos escuchamos y respetamos nuestras posturas como siempre lo hemos hecho.
Después de nuestra plática, me quedé pensando en que mi padre es un gran aliado feminista, incluso si jamás se ha asumido como tal. Y no, probablemente no tiene idea que cuántas olas del feminismo han existido; jamás ha leído La mística de la feminidad de Betty Friedan y tendría objeciones sobre ciertas posturas de los muchos feminismos que existen. Sin embargo, desde que tengo uso de razón él siempre ha creído en la igualdad política, social y económica de los sexos. Lo sé, porque me educó de esa forma.
Aunque al crecer mi papá jamás me mencionó la palabra feminismo, él y mi madre, a través de sus acciones, se encargaron de que mi hermana y yo tuviésemos las herramientas necesarias para convertirnos en mujeres independientes, y de que pudiésemos elegir lo que queríamos hacer, ya sea en términos de juguetes (mi hermana tuvo una obsesión por coleccionar carritos rojos), deportes (durante años jugué futbol rápido) o profesiones que podrían parecer tradicionalmente masculinas.
En casa, los roles de mis padres nunca fueron los clásicos estereotipos de género. Mi mamá siempre trabajó, fue independiente y nunca cambió su apellido para convertirse en la señora «de» Higareda. Ambos cocinaban, lavaban los platos y se dividían las responsabilidades (menos cuando se trataba de cambiar pañales, eso lo hacía mi papá al 100% porque mi mamá podía desmayarse del asco), así que, de alguna forma, esas dinámicas siempre fueron algo muy natural para mí.
Además siempre se turnaron para llevarnos a mi hermana y a mí a la escuela y a los entrenamientos por la tarde. Jamás existió –como vi que sucedía en casa de muchas amigas– el pin-pon de los permisos con la cantaleta de “pregúntale a tu papá cuando llegue del trabajo”, como si solo el hombre pudiera dar la autorización divina a sus hijxs.
Sé que tengo un papá feminista porque mi padre jamás ha sido uno de esos hombres sobreprotectores y celosos que exigen saber todo sobre las parejas de sus hijas o advertirles “me la cuidas” o “si algo le pasa te la vas a ver conmigo”. Es más, estoy segura de que si algún novio se atreviera a “pedir mi mano” algún día, él se quedaría perplejo, mirándolo con los ojos bien abiertos y pensando «¡¿permiso de qué?!». Y es que para mi papá jamás he sido su “princesita” o la “niña de sus ojos”, pero sí una “chidongona».
Si por algo estoy profundamente agradecida es porque mis papás me enseñaron que cuando algo no me parezca puedo alzar la voz para expresarlo o que nadie puede tocar mi cuerpo sin mi permiso. Me dieron la oportunidad de viajar sola y el privilegio de elegir y estudiar la carrera que quise, pero, sobre todo, me dejaron equivocarme y aprender a solucionar mis problemas.
Se encargaron de crear un individuo independiente, no una extensión de sus miedos o frustraciones. Y, afortunadamente, lo siguen haciendo, porque no son los papás que viven esperando o exigiendo que sus hijas se casen, los conviertan en abuelos o se apeguen a ciertos clichés de la femineidad. Saben que ese tipo de decisiones poco tienen que ver con lo que ellos quieran o lo que la sociedad espere, sino con la convicción profunda y autónoma de cada persona. Y para mí, esa aceptación y respeto por la autenticidad de alguien es uno de los ejemplos de educación más bonitos que alguien puede darte.