Alguna vez leí al reverso de un libro de superación personal, mientras esperaba mesa en una librería (porque soy tan hipster que tengo puros Murakami en mi librero), que la mejor manera de mantener el cerebro en forma es enfrentándolo continuamente a nuevos retos. Leer, viajar, aprender un idioma nuevo etc. en resumen, una serie de actividades que te hacen “salir de tu zona de confort”.
No me considero el tipo de persona que se sienta a esperar a que las cosas sucedan. Ya sabes, nacer, crecer, reproducirte y morir en un solo lugar, ahí donde parece “seguro”. Donde siguen pasando cosas estupendas y a veces desafortunadas, pero en donde sin darte cuenta vives en un clásico de los 60’s a la Randle McMurphy en One Flew Over The Cuckoo’s Nest, un filme donde todos –locos o no– están atrapados en sus traumas, miedos e inseguridades. Ahí donde tus equivocaciones pueden ser justificadas por ese diagnóstico que culpa a tu cerebro de tus tonterías.
Según el psicólogo israelí Shlomo Breznitz, a la gente le gusta hacer las cosas como las ha hecho siempre. El ser humano desarrolla rutinas y se encierra en ellas, por lo que ya no es necesario pensar, todo se hace automáticamente y el cerebro se va apagando. Pero hay una solución para los que esperamos llegar lúcidos a nuestra vejez, y es confrontando al cerebro con información nueva, forzarse a estar expuesto a la necesidad de cambiar, para así crear nuevas neuronas y desarrollar conexiones entre ellas.
Hace dos años, por decisión propia salí de mi zona de confort, y aunque trato de identificar el momento preciso que me hizo tomar la decisión, no logro encontrarlo en mi cabeza. Parece como si hubiesen sido un montón de cosas “insignificantes” que me hicieron detenerme un día mientras estaba sola, a observar mi vida y preguntarme si de verdad eso era todo. Apenas tenía 28 años y ya estaba sumergida en una rutina para la que aún no estaba lista, compartía departamento con mi novio en aquel momento y llevaba 6 años en el mismo trabajo.
Por alguna razón me sentía sola y muy confundida, sabía que algo pasaba conmigo y que era yo la que no estaba funcionando. Así que tomé la decisión de arriesgar todo lo aparentemente “estable”.
Rompí compromisos con otra gente y los reconstruí conmigo misma, me mudé a otro depa y descubrí que la vida con roomies puede ser muy divertida. Renuncié a mi trabajo y conseguí otro mejor, empecé a correr y ahora soy vegetariana, he viajado sola y regresado sin un rasguño. Quería hacer algo diferente en mi vida y experimentar cosas nuevas. Tenía que vivir antes de opinar (y eso que me encanta opinar).
Lo más difícil ha sido aceptar que no tengo el control de nada, lidiar conmigo cuando no hay nadie y aceptar que nada es para siempre. Pero puedo decir que ha sido la mejor y más importante decisión que he tomado en mi vida. Al final todo se fue acomodando para demostrarme que ese lugar ya no era para mí. Hoy, dos años más tarde, me siento distinta, más madura y convencida de lo que soy y quiero cerca. Me convertí en una mejor versión de mí, ahora doy pasos más firmes y decisiones más atinadas. Hoy sé que en cualquier momento puedo decidir ser mucho más feliz de lo que ya soy.
Y es que en la vida a veces es necesario tomar algunas medidas drásticas. El universo y las posibilidades son infinitas, tienes que probar y fallar en algunas cosas, permítete cagarla un poco. Detente un segundo y excava a lo más profundo de ti, deja a un lado el orgullo y averigua qué te hace feliz y qué te hace infeliz. Descifra lo que quieres ser y lo que no. Comprométete contigo, sigue tu corazón y confía en tus instintos, nadie sabe mejor que tú cómo hacerlo.
Lo cierto es que el miedo a lo desconocido y la incertidumbre nunca desaparecerán, la clave está en tener el valor suficiente para dejar ir. Suelta lo que tienes en las manos y permite que lleguen cosas, personas y experiencias nuevas que enriquecerán tu vida y te harán crecer.
Recuerda que todo es temporal. Como diría Bill Hicks, It’s just a ride.