Una maleta llena de sueños no pesa nada. La mía estaba a rebosar y aún así se me hacía más ligera que una pluma aquella noche de octubre en la que aterricé en Londres por primera vez.
¿Sabes? A veces los sueños son tan tontos y comunes que una se cree Emma Stone en La La Land en busca del éxito en un escenario del West End o en la pantalla de una sala de cine, aún a sabiendas de que pasa desapercibida entre los londinenses de Victoria Station.
Y ahí me tenías. Con dos maletas, la de las fantasías y la de las cosas mundanas, éstas últimas las que ocupan espacio y no te sacan sonrisas de satisfacción, pero te hacen la vida más sencilla.
Porque la vida de Au Pair no es simple. ¡Ay no! Mientras yo soñaba con mi traje de Dior en la entrega de los Bafta y ensayaba mi discurso de agradecimiento, malvivía en una habitación del sureste de Londres. Y digo habitación por no decir cuartucho de los trastos en el que para abrir el armario tenías que subirte en la cama.
Extremadamente religiosos, un tanto racistas y tacaños a morir. Así era mi familia para la que trabajé durante dos meses. Me despidieron porque, en palabras de ellos, “no sabía barrer” y la madre insinuaba que el niño estaba medio traumatizado…
Y no le quito la razón. Con mi escaso inglés, al pobre crío le hacia pasar vergüenzas inaceptables al salir del colegio al decirle si le gustaba su nueva cerveza en vez de osito de peluche o le reñía porque no me daba la mano al cruzar la calle en un idioma ininteligible.
Aún así, no me rendí.
La maleta más bonita empezaba a pesarme un poquito más cuando cambié de familia y me trasladé a una zona idílica del norte de Londres. Las tres hijas eran adorables, hiper perfectas, con el pelo de ensueño y bailarinas y deportistas de toda la vida. En el fondo me daban envidia. El niño pequeño era un querubín un tanto endemoniado que disfrutaba amenazándome de vez en cuando con un cuchillo jamonero y dejaba caer perlitas del tipo “Tú eres pobre, ¿verdad?”.
Cada noche me metía en la cama exhausta y veía la maleta de los sueños en un rincón llamándome a voces. La ignoré, dejé de pensar en trajes de Dior y comencé a hacer cosas raras en los fines de semana: Pinté cuadros, hice anillos, me puse extensiones y me compré leggins de leopardo.
Y los años pasaron, los niños crecieron y yo con ellos. Decidí que ya era hora de volar por mi cuenta y me alquilé un cuarto con vistas a un jardín un tanto gótico y conseguí trabajo en el ropero de un pub del centro de Londres. Me enamoré de clientes guapísimos que dejaban sus abrigos con olor a perfume caro y me dedicaban miradas de hastío mientras me entregaban el ticket. Entré en un bucle de trabajo-comer-dormir-trabajo que alienaba mi mente y convertía las tardes libres en días de lavar la ropa y cocinar cupcakes.
¡Olvídate de la maleta de los sueños! Se quedó triste, pesimista, afónica de tanto protestar y tan pesada que se me hacía imposible cargarla con las dos manos. Me resultaba hasta fea mirarla directamente, me dolía el corazón el verla tan apagada…
Y entonces lo conocí.
Mi ídolo, una de las grandes razones por las que me convertí en actriz. Una noche de enero me encontré con Tim Burton y su abrigo con olor a alcanfor. (Olor a genio, como a mí me gusta decir). Ese encuentro me inyectó una dosis de optimismo que hizo que mis ganas de ser actriz volviesen con más fuerzas que nunca. Dos años de estudios de teatro hicieron el resto y descubrí, la primera vez que me subí al escenario, una felicidad que en mi vida había experimentado.
Y es que, nunca antes el olor a humanidad y el calor sofocante de una sala llena de gente me había producido tanto placer. “¿Hueles eso? Es olor a éxito”, me dijo un compañero actor, minutos antes de salir a escena. Yo le miré con asco, no nos vamos a engañar. El sudor ajeno no es que me parezca agradable, menos aún si se acompaña de toses y estornudos….
El debut fue sencillo. Los comienzos no son difíciles si uno tiene esa maleta tan ligera que yo comencé a llevar otra vez a todos lados desde que conocí al señor Burton. Lo que empezaba a ser más complicado era pagar la renta, las facturas de la casa, el ir fresca a trabajar y dormir 4 ó 5 horas al día para llegar a los ensayos o a las clases a tiempo.
Las piernas duelen, la espalda duele, la cabeza duele por el cansancio acumulado y los ojos lloran por la noche sin razón ninguna. (Y luego, ¡ay lo que me cuesta llorar en un escenario!).
Llegué a no tener un día libre para mí y dedicar el tiempo que no estaba detrás de la barra de un bar a ponerme los leggins negros y hacer ejercicios de calentamiento de voz mientras intentaba no bostezar en el intento.
Era, sin embargo, muy feliz.
Entonces los estudios de teatro acabaron, la vida real me hizo otra zancadilla y me vi sin representante, sin proyectos, sin videocurriculum que presentar y más insegura que una niña pequeña perdida en un centro comercial.
Y así sigo…
Haciendo monólogos y vídeos en los que me visten de Mario Bros. Trabajando en doblajes al español de anuncios de tablets para Youtube y cobrando 20 libras por decir una frase “sensual” en videoclips de músicos con sueños tan ambiciosos como los míos…
Y sigo…
Intentando colarme en fiestas de celebrities donde Emma Stone o Eddie Redmayne están super orgullosos de asistir y me quedo a las puertas del hotel muerta de frío convenciendo al de seguridad de que pertenezco a ese mundo….
Y todavía sigo…
Escribiendo mi obra de teatro. Participando en cortos. Hablando de actuación durante horas con gente tan absurdamente ilusa como yo. Riéndonos de nuestra pobreza y de aquellos que no ven lo felices que somos al compartir una pasión tan intensa. Empapándome del olor a teatro, de los ropajes viejos y los atrezzos que se caen a pedazos. Coleccionando detalles de obras. Panfletos, fotografías, retazos de una felicidad tan pura e inocente que da hasta un poco de miedo, y soñando con que nada la aleje de mi lado.
–“No sabes la suerte que tienes Cova.” –Me dijo una amiga.
–“¿Cómo?”
–“Has descubierto lo que realmente te hace feliz, el motor de tu vida… ¿tú sabes cuánta gente se muere sin saberlo? Eres de los pocos afortunados…»
Por eso mismo sigo, porque se lo debo a mi maleta abandonada, que ahora brilla más hermosa que ninguna otra. Ahora baila, canta y me susurra cosas bonitas al oído por la noche. Ha perdonado mi apatía y dejadez y se toma la libertad de darme una bofetada cada vez que pienso en rendirme. ¡Menuda confianza! ¿Verdad?
Pero yo la dejo…
Y aquí sigo.