Hace un mes cerré mi cuenta de Instagram, un diario que retrataba una relación de 8 años con mi ex, y con una cifra de followers que, si le contaba a mi mamá, me hacía sentir como Selena Gómez, pero que seguramente un experto en redes sociales me pondría en la casilla del montón.
Soy Directora de Arte y me gusta ver bonito, tengo un especial gusto por la foto, pero nunca he sido fan de las redes sociales donde la gente aprueba lo que posteas.
Hace algunos años no tenía Facebook y mi Twitter solamente estaba “ahí”, así que decidí crear una cuenta en Instagram. Al inicio no me preocupaba la cantidad de personas que me seguían ni cuántos likes acumulaba una imagen.
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Empecé a subir fotos sin ninguna pretensión, ya sabes, de esas fotos que si un día tienes ganas de stalkear y llegas al fondo del time line de cualquier persona (todos empezamos igual, feeds con diferentes filtros, texturas, marcos y una fiesta de colores) yo le llamaría un desmadre visual, por no decir real. Y es que, ¿en qué momento Instagram se convirtió en un catálogo de “la vida perfecta”?
La ilusión de la vida perfecta
Para mí empezó hace dos años cuando sentí la necesidad de demostrarle virtualmente a mi ex y a las personas que se daban una vuelta por mi cuenta que todo iba de maravilla conmigo, que había superado la ruptura, viajaba por el mundo, lucía mejor que nunca y vivía como una mujer soltera, empoderada y feliz.
La realidad era completamente distinta, sentía todo lo contrario. Extrañaba a mi ex, me sentía perdida y el corazón se me hacía trizas cada vez que stalkeaba la cuenta de su nueva novia, donde ahora él protagonizaba otra película romántica y yo había sido arrollada por un tren.
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Todos –yo también, en algún momento– seguimos cuentas de personas con fotos que ilustran “vidas perfectas”. Historias de amor que parecieran ser dirigidas por Wes Anderson y personas que viven viajando por el mundo mientras tú estás sentado en la silla de la oficina.
Pero la realidad es que se requiere de innumerables intentos, tiempo y dedicación para conseguir retratar un segundo perfecto dentro de una vida de caos.
Esa no era yo y nunca lo he sido, para mí la vida real es mucho más divertida, llena de desorden, de mil filtros, colores, tamaños y texturas distintas, de segundos perfectos que no necesitan ser retocados y se quedan mejor guardados en el corazón.
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Cerrar mi cuenta de Instagram
Hace un mes decidí dejar a un lado el lenguaje visual al que mis ojos se empezaban a acostumbrar y muchas veces a idealizar.
Cerré mi cuenta de Instagram y dejé de crear vacíos donde no los había, dejé de creer en historias de amor perfectas y en que podía conocer el mundo entero sin un peso en la bolsa.
Soy un ser humano y me permito cagarla. No despierto flawless como Beyoncé ni tengo el closet de Eva Chen. Dejé de buscar fachadas y paredes para la foto perfecta, empecé a comer al momento en el que me servían el plato y abrí una cuenta de ahorro para mi próximo viaje a Japón.
Opté por ser más auténtica, más real, siempre coherente con lo que siento, pienso y hago. Ahora soy mucho más selectiva con lo que le muestro a mis ojos, pues sé que lo que ellos miran a mi corazón nunca se le olvida.