Domingo de resaca. Te levantas y vas a la cocina a desayunar el resto de pizza del día anterior. Caminas tambaleándote con el pelo delante de la cara y grandes restos de maquillaje en ojos y labios. Eres una mezcla de la niña del exorcista con un mapache borracho, pero a ti eso te da igual, estás en tu casa y vas como te da la gana.
Antes de que puedas abrir la nevera te das cuenta de que hay un chico guapísimo y semi desnudo haciendo un desayuno de película para dos personas, con tostadas, jugo de naranja, café con leche y, espera… ¿Eso son croissants calentitos?
A riesgo de que el rimmel se te meta en los ojos al frotártelos de la emoción decides hacer caso a tu instinto y pensar que es un regalo de los dioses…
Pero no.
Es el novio de tu compañera de piso. La antisocial. La nefasta. La que nunca lava los platos y gruñe si la lavadora está ocupada.
Sonríes tímidamente e intentas esconder tu penoso trozo de pizza (mordido por un lado) mientras vuelves a tu cuarto con una depresión de caballo. Ahora te tocará escuchar sus ruidos “de amor” mientras tú te zampas esa cena de ayer rancia viendo un capítulo de The Walking Dead…
Y es que los compañeros de piso son así. Esperpénticos, impulsivos, guarros por naturaleza y drama queens a jornada completa. Son bombas de relojería que sacan lo peor de ti y te sorprendes imaginándote con unas tijeras en la mano y la blusa preferida de la antisocial en la otra.
Lo peor de todo es que en muchas ocasiones te toca aguantar, bien porque el piso es el hogar de tus sueños, bien porque es lo más decente que puedes encontrar al módico precio que se permiten tus hastiados bolsillos; o bien porque tienes un contrato de alquiler que no puedes romper en unos cuantos meses…
Lucía sabe muy bien lo que es sufrir en sus carnes las paranoias de un roomie un tanto peculiar. “Nos pasábamos las noches en vela porque dejaba el gas encendido y muchas veces ponía sus zapatos a calentar en el horno”, comenta angustiada. Sin embargo, eso no es todo, al compañero de piso de esta pobre chica le daba por seguir pautas culinarias un tanto especiales y pasarse meses enteros comiendo verdura cocida o solamente queso fresco. Lucía lo cuenta asustada: “Yo creo que sus hábitos alimenticios se basaban en lo que leía en Internet… Un día incluso se puso a plastificar toda la casa y empezó a usar una mascarilla de gas, porque decía que el piso tenía asbestos y no quería morir de cáncer. Fue una auténtica pesadilla convivir con esa persona.”
Pero para rarezas en la cocina tenemos a Don Perfecto. Un chico de unos 33 años que se cree más guapo que Brad Pitt y que presume de ser médico y abogado. Así, a partes iguales. Un partidazo, ¿verdad?
Pues tampoco…
Lara está en shock. Don Perfecto critica todo lo que come y hace con su vida y, por si fuera poco, la asusta con desarrollar enfermedades si se pasa con la grasa o si come donas de chocolate. “Eso sí, él se puede zampar una docena de huevos al día, porque dice que así desarrolla músculo… Yo le veo igual que el mes pasado si te soy sincera…”, confiesa malhumorada.
Además, a Don Perfecto le gusta la gente guapa, delgada y, valga la redundancia, perfectísima. Así, cuando Lara sube un par de kilitos ya tiene a su compi de piso preferido para recordárselo o insinuar retoques estéticos en cara y cuerpo. «Hace unos meses me dio una especie de té milagroso que decía que ayudaba a depurar y perder grasa corporal. Estuve 24 horas sin salir del baño de la diarrea que me entró…”, comenta avergonzada.
Aunque bueno, de comidas, bebidas y manías están los apartamentos llenos. El flatmate de Jorge es vago por naturaleza. Y no estoy hablando de ese cansancio que te entra justo antes de que empiece tu sesión de spinning en el gimnasio, no. La vagancia de este personaje traspasa las fronteras de lo físico y natural y lo ha convertido en un ser conformista a más no poder.
“A mi compañero de piso nunca le ha gustado cocinar. Le da tanta flojera que un día apareció con un paquete de carne picada y una barra de pan congelado. Sin explicación aparente se puso a cenar, delante de todos y a mordiscos, la carne cruda y la barra de pan. Nos quedamos en shock.
Y luego está, por si creías que lo habías visto todo, el inquilino que comparte casa con Claudia y que sobrevive en Londres con un mísero salario que no le permite gastar para caprichos. Y así, se dedica a comprar alimentos en rebaja que están a punto de caducar para que luego ocupen un pequeño espacio en la nevera por otras dos semanas. Claudia y el resto de sus roomies están desesperados. “Le recordamos que no puede dejar la comida en la nevera por tanto tiempo, por el tema de las bacterias y demás… Cuando se deshace de ella nos mira con odio y nos dice cosas del estilo: ‘Si me muero de hambre es por culpa suya’”.
Crisis, llantos, enfados, conspiraciones y juergas a altas horas de madrugada. Pasta de dientes sin tapa, pelos en la ducha y, como en el caso del compañero de Miguel, heces humanas esparcidas por el suelo del baño (es real). Aquellos tacaños que no pagan el alquiler y los que son demasiado generosos e invitan a su habitación a un par de amigos a pasar unos días… que se convierten en meses.
El compartir piso se está convirtiendo en el arte de la paciencia que puede hacer de oro a psicólogos y abogados a partes iguales. Los flatmates buenos, esos que cocinan y te dejan un tupper en tu lado de la nevera, escasean. Pero aún así, y con optimismo e ilusión, nos imaginamos que somos Rachel Green entrando por la puerta de un apartamento donde nos esperarán un Ross entregado y la chefsita de su hermana que se acabará convirtiendo en nuestra mejor amiga.
Fantaseamos con la idea de grandes cenas en amor y compañía, y fiestas de pijamas con peli romántica de fondo. Lo que no nos dicen cuando firmamos el contrato de alquiler es que nos enfrentaremos y comprometeremos a horrendos domingos de resaca haciendo vudú mentalmente a la odiosa de nuestra roomie, mientras rezamos para que el buenorro de su novio se la lleve lejos, en su corcel blanco al más estilo Bella Durmiente, con sus malditos croissants recién hechos…