Sobre la vida adulta, sueños por cumplir y otras crisis existenciales…

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El otro día parada a la mitad de mi cuarto desenredando mi hamaca (provincia for life!), me agarró de golpe el sentimiento de «nunca pensé que esto sería ser adulta». A mis 27 años llevaba tres meses de haberme mudado con dos de mis mejores amigos, pero ese día (un poco pasada la emoción inicial), empecé a preguntarme que diría mi niña interior. Quizás si se asomara ni siquiera podría reconocer que esta vida es suya.

Agarré mi celular (porque ahí están TODAS las respuestas del mundo), y le hice una pregunta a mis amigas: “Después de todo lo que imaginamos, ¿que creen que nuestros niños interiores opinarían de nuestras decisiones?”. Las respuestas sólo fueron más preguntas: ¿Y el marido? ¿Y los hijos? ¿Por qué compartes casa con esos extraños? ¿Cuántos lugares dices que conoces? ¿En ese lugar tan importante trabajas? ¿Todos esos libros has leído? ¿Te hiciste un tatuaje?

Todas estuvimos de acuerdo en que, aunque al inicio pudiera haber algo de decepción, en el fondo estarían bastante sorprendidas y contentas. En algunas ocasiones nos preguntamos si justo eso es lo que piensan nuestros padres de nosotros.

Si estás en tus 30 o cerca de ellos, como yo, venimos de una generación en la que nuestros papás todavía se casaban a los 23 y para nuestra edad ya tenían una casa, tres hijos, dos perros, un cotorro, y una tele a todo color.

La verdad es que nada te asegura sentir tanto agradecimiento hacía tus padres como salirte de casa. Sólo necesitas poner un pie fuera para darte cuenta de todas esas cosas que silenciosamente tus padres coordinaban para que tu vida fluyera “naturalmente”.

(Por cierto es invierno y a nadie le gustan los baños fríos ¿Ya calculaste cuanto te queda de gas?)

Obviamente eso hace que tus padres se vuelvan tu Google de bolsillo. «¿Cómo prendo el calentador? ¿Qué dices que le paso al break? ¿Lo que dices es que me cortaron el agua por falta de pago? ¡Aaaaah, tenia que marinar el pollo ANTES de asarlo!”, pero los verdaderos problemas empiezan cuando su respuesta es: “Qué buena pregunta”. Eso pasa cuando tus experiencias también son nuevas para ellos.

Por momentos se siente como si hubiera perdido mi preview a la vida adulta. Me gustaría que cuando sintiera que todo se cae a pedazos pudiera voltear a ver a mis papás y decir, si ellos estuvieron bien, yo también podré estarlo, pero ¿qué pasa cuando estás tomando decisiones diametralmente diferentes a las que ellos escogieron a tu edad? ¿No te hace sentir un poco que por eso se está yendo todo para abajo?

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No sé hacia dónde voltear. A veces me siento como si me hubiera inscrito a una carrera sin saber de cuantos kilómetros era, ni que tan escabroso podría resultar el camino ¿Qué pasa si me canso a la mitad? ¿Qué pasa si está más escarpado de lo que puedo soportar? Me pregunto si regresando a vivir a casa de mis papás pudiera reiniciar mi adultez como en un videojuego –“Daleeee, ¡una vida más!”–.

Pienso en mi madre, que aún y cuando no todas sus hermanas estudiaron una carrera, fue una de las seis mujeres en su generación en la Facultad de Medicina (women power!); que se divorció a los 40 y tantos años (en un momento en el que no era nada bien visto, al menos en mi provincial Yucatán), y que se atrevió a volverse a casar aún con amenazas de conseguirse una suite en el infierno. Su vida igual fue diametralmente diferente a la de sus padres con ocho hijos, y me hace pensar ¿será que realmente somos una generación tan distinta o es sólo que a veces crecer tiene tantos cambios que es normal que estén acompañados por algo de crisis?

Yo recuerdo llorarle a mi mama a los 16 años por miedo a no casarme y quedarme sola, pero ahora, en retrospectiva, me doy cuenta que cuando me imaginaba como adulta, más que cosas por hacer, me imaginaba como quería ser. Creía que la madurez llegaba de la mano de un cambio de vida total, en el que yo demostraba haber logrado ser una versión mejorada de mí, una versión más cercana a ser perfecta, como si todos los aprendizajes de la vida fueran a llegar de golpe para convertirme en una adulta hecha y derecha.

Me imaginaba flaca, habiendo arreglado todos mis problemas con la comida; casada, había desaparecido mi dificultad para relacionarme, y me creí que ya sabría hacia dónde se dirigía exactamente mi vida. No más incertidumbre, ya todo estaría trazado. El problema más grande fue que todos esos “sueños” en realidad eran condiciones que yo me ponía para ser feliz, como si la felicidad se ganara desbloqueando ciertos logros, y no fuera algo que se construyera día con día.

Ahora tengo 28 años y sigo luchando con mi peso, un hermoso camino que me ha traído aprendizajes más grandes que mis muslos; sigo soltera, la vida me sigue enseñando a relacionarme con los demás, y nunca me he sentido más perdida e incierta respecto hacia a dónde va mi vida.

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Creo que cuando nos hablan de crecer se les olvida mencionarnos que no sólo serás tú quien tendrá que recorrer sus propios caminos, sino que también tendrás que crearlos. Nadie nos cuenta que la felicidad es una meta a la que se puede llegar por muchas rutas, y que sin tener tres hijos, marido, y el cuerpo de ensueño, hoy por hoy tengo dos increíbles roomies que han convertido mi casa compartida en un hogar. Tengo un buen trabajo, grandes amigos y mejores relaciones con mi familia, y gracias a todo eso hoy soy mucho más feliz de lo que jamás pude proyectar al hacer mis planes de adulta.

El tiempo pasó y me di cuenta que la adultez me agarró de sorpresa, porque no llegó «siendo», ni «haciendo», sino tan sólo viviendo.

Entonces en momentos como hoy, soy yo a quién le toca dirigirse a mi niña interior y felicitarla por haber tomado las decisiones que la llevaron hasta donde estoy. Porque aprendió que “es de sabios cambiar de parecer” y porque en vez de esclavizarse a sueños que al ampliar la vista le quedaron demasiado pequeños, comprobó que no hay decisiones ni caminos incorrectos, sólo chispazos de vida y nuestras mejores intenciones, porque si lo pensamos bien, a veces no hay nada mejor que no saber que es lo que sigue, como la emoción de desenvolver un regalo bajo el árbol de Navidad a toda velocidad sin estar seguros de qué es lo que hay dentro. Como quien tira una moneda al aire y la mira esperanzadamente caer.

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