Sobre casarte muy joven… y luego querer divorciarte

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Me casé muy joven, enamorada y feliz, con mi vestidito blanco y una iglesia divina con un novio emocionado esperándome en el altar. La recepción fue sencilla, con nuestra familia y amigos acompañándonos, y la pasamos de lo más bien… Creo.

Yo no recuerdo nada porque estaba tan nerviosa que mi mente se quedó en blanco gran parte de ese día. Recuerdo el discurso de su padre, hablando del legado y el nombre que se perpetuaría a través de nuestros futuros hijos.

Recuerdo haber bailado “Eres” de Café Tacvba como nuestro primer vals. Recuerdo las lágrimas de mi mamá, conmovida porque la mayor de sus hijitas se casaba por todas las de la ley.

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Una vida «perfecta»

Mi entonces esposo, R, era una buena persona. Me quería mucho y se interesaba genuinamente por mi bienestar. Me acompañó durante el proceso de conseguir mi primer trabajo y cuando mi familia se mudó de la ciudad. Salíamos mucho con sus amigos y pronto éstos se volvieron también los míos. La pasábamos bien.

Sin embargo, un día desperté sintiéndome miserable. Había estado anidando una sensación extraña que no me había dado la oportunidad de explorar, hasta que estalló en forma de “miserabilidad”.

La decisión más cobarde, pero también la más fácil, era obviar esa sensación, tratar de esconderla, hacer como si no existiera y seguir con mi vida. Cosa que por supuesto hice.

Pero después de un tiempo el malestar se fue haciendo insostenible, y tuve que detenerme a analizarlo. Auto-observación, me la paso diciendo ahora, y aunque en ese entonces no usaba ese término, fue exactamente lo que hice

¿Qué chingados me pasaba? Tenía todo: Un esposo amoroso, un trabajo estable, una casa que tenía potencial… ¿Entonces?

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La gran revelación

Y entonces me di cuenta: era precisamente eso. Nunca quise esa vida para mí. Recordé de golpe cuantas veces dije que no me quería casar y al mismo tiempo cuántas veces lloré por no ser lo suficientemente valiente para irme de casa a vivir mi vida.

Me di cuenta que no quería un esposo al cual esperar en casa con la comida lista; no quería comidas familiares los domingos ni fiestas locas los sábados para descargar un poco el estrés del trabajo.

Mucho menos quería dar el siguiente paso «obvio» en la relación que era ¿cuál otra si no? Tener hijos. No sabía si algún día los querría o no, pero sí estaba segura que en ese momento de mi vida no era lo que buscaba.

La presión por los hijos…

A ratos empezaba la presión familiar «¿Para cuándo se van a animar? ¡Ay, cómo me gustaría ser abuela joven!» Pero yo me mantenía estoica y aferrada a mis pastillas anticonceptivas. Hasta que llegó también el turno de R: «Bueno, yo no quiero ser abuelo de mis hijos».

Yo me casé muy joven, pero R era 11 años mayor que yo, así que para él la posición era otra. Más leña al fuego de la miserabilidad, ahora también me sentía egoísta y mala persona.

Así que un día me di cuenta que tenía que enfrentar la situación, y con arrojo y decisión me preparé un café (bueno, me abrí una cerveza) y me senté en la sala a reflexionar.

Tomando decisiones

Pensé en ese montón de cosas que nunca había hecho y que siempre había querido hacer, como por ejemplo vivir sola o viajar mucho, o estudiar en otro país, o emborracharme hasta vomitar (bueno, está bien, eso sí lo había hecho). O, por ejemplo, explorar mi propia sexualidad. Nunca había tenido relaciones sexuales con alguien más que no fuera R, ni siquiera conmigo misma, porque tabú.

No quería despertarme un día a los cuarenta años frustrada, dándome cuenta que no había hecho nada más con mi vida que complacer a mi familia y a un esposo y a unos hijos (hasta entonces imaginarios, pero que irremediablemente hubieran llegado) sin haber hecho nada de lo que yo quería para mí misma.

Esa sola idea me dio escalofríos, porque me hizo darme cuenta que no era sólo la expectativa de los años venideros, sino lo poco feliz que ya en el presente me sentía. No tenía nada que ver con R, sólo conmigo y tenía que tomar una decisión.

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Querer divorciarte…

Pensaba si realmente tendría que pasar algo terrible para querer divorciarme. ¿Estaba condenada por no haberlo pensado mejor en su momento, antes de pasar por la iglesia? ¿No podía haber cambiado de opinión pasado un tiempo? ¿Merecía vivir miserable el resto de mi vida? Yo creo que no.

La separación no fue sencilla en términos emocionales, pero sí cordial y sin sufrimiento. Él no puso objeciones y aunque más de alguien en la familia lo acusó de “no luchar por nuestro amor”, yo le agradecí que no lo intentara. No estoy segura de que entendiera mi posición, pero la respetó, y para mí eso fue mucho más importante.

En la relación, me había priorizado a mí, y aunque por un lado sentía que era lo mejor, durante mucho tiempo me sentí terriblemente culpable (ese adoctrinamiento católico es lo peor que nos pueden hacer, de veras).

Boicots mentales

Había noches, en la soledad de mi cuartito alquilado, en las que pensaba si R resultaba ser mala persona, un golpeador en potencia por ejemplo, el irme hubiera estado “justificado”. Pero eso hubiera reflejado mi incapacidad para hacerme responsable de mí misma.

No hubiera tomado decisiones propias, no me hubiera hecho cargo de mis aspiraciones, de mis emociones, de mis sentimientos y por supuesto, de mis acciones. Hubiera actuado en consecuencia y no porque yo lo hubiera decidido. Y es que lidiar con la culpa no es fácil: cada vez que empezaba a disfrutar de mi nueva situación, llegaban pensamientos terribles para recordarme lo mala persona que era.

Empezando de nuevo

Un día decidí que ya había tenido suficiente de echarme en cara las cosas, que era momento de enfocarme en mí.

No podía hacerme cargo de lo que R sintiera y estaba segura de que un día reharía su vida (de hecho, lo hizo bastante rápido), pero yo tenía que recomponer la mía.

Tenía mucho que aprender de mí misma, pasar tiempo conmigo y disfrutarme. Tenía la sensación de estar emprendiendo un viaje a un lugar desconocido, inexplorado, donde no sabía qué me podía encontrar. Y bueno, después de haber crecido cumpliendo las expectativas de otras personas, tienes un gran margen de acción cuando decides empezar a cumplir sólo las tuyas.

Es liberador y emocionante, también agotador y complicado. Te confronta, contigo misma y con la familia, y también es terriblemente abrumador. Pero ¿sabes qué? No me arrepiento.

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